Isabel sintió un nudo en la garganta. Su padre había muerto hacía apenas un mes, y aunque no habían tenido la relación más cercana en los últimos años, aún guardaba recuerdos de su infancia, cuando él era su héroe, un hombre trabajador que había levantado un pequeño imperio de propiedades y negocios. Ella nunca había esperado riquezas, pero sí un gesto de cariño en sus últimas voluntades.

El notario comenzó a leer, y las palabras parecían fluir como agua, pero Isabel apenas las escuchaba. Solo captaba fragmentos. Antonio heredaba varias acciones en empresas. Marta recibía un bloque de apartamentos. David se quedaba con un terreno de gran valor. Sonreían satisfechos, como si todo fuera un trámite que ya sabían de antemano.

Entonces, el notario la miró a ella.

—A mi hija Isabel —leyó—, le dejo la propiedad ubicada en el camino viejo de la sierra, conocida como la casa de los álamos.

Isabel parpadeó confundida. La casa de los Álamos, un lugar que apenas recordaba, una construcción antigua perdida en las afueras que solo había visto un par de veces cuando era niña. Recordaba techos rotos, paredes húmedas y una sensación extraña, como si el lugar estuviera vivo y observándola.

—¿Solo eso? —preguntó Marta, fingiendo sorpresa, pero con una sonrisa que apenas ocultaba su burla.

—Es lo que dice el testamento —respondió el notario sin levantar la vista.

Antonio soltó una risa baja.

—Bueno, supongo que a cada uno le toca lo que se merece.

Isabel sintió que le ardían las mejillas. No dijo nada. El resto del documento se leyó rápidamente, confirmando que no había más disposiciones para ella. El notario cerró la carpeta, y el reparto quedó sellado.

En el pasillo, sus hermanos la rodearon como depredadores que huelen la sangre.

—¿Podrías vender esa ruina por unas monedas? —dijo David, con una media sonrisa.

—Si es que alguien la quiere, claro. O usarla para guardar trastos viejos —añadió Marta riéndose.

Isabel apretó los labios y se marchó sin responder. Sabía que cualquier palabra que dijera solo alimentaría sus burlas.

Caminó por la calle empedrada, sintiendo que el mundo entero la miraba con lástima. Ella, la hermana pobre, la que se quedaba con lo que nadie quería.

Al día siguiente, condujo hasta la propiedad. El camino viejo de la sierra estaba casi cubierto de maleza, y su coche tuvo que avanzar lentamente para no dañar la suspensión. Al llegar, vio la casa de dos plantas con las ventanas tapeadas y el tejado hundido en varias partes. El viento silbaba a través de las grietas y movía las ramas de los viejos álamos que la rodeaban.

Isabel se bajó del coche y avanzó por el sendero cubierto de hojas secas. El portón de madera estaba oxidado y chirrió al abrirlo. El interior olía a humedad y polvo. El suelo de madera crujía bajo sus pasos, y en algunos puntos estaba tan podrido que tuvo que pisar con cuidado. Muebles cubiertos con sábanas amarillentas se alzaban como fantasmas en la penumbra.

Subió la escalera y encontró habitaciones vacías con paredes descascaradas. En una esquina, un armario carcomido por termitas. Nada que valiera la pena conservar. La casa estaba tan deteriorada que la restauración costaría más que derribarla y construir algo nuevo.

Se sentó en el suelo del salón, sintiendo una mezcla de tristeza y rabia. ¿Por qué su padre le había dejado aquello? ¿Era algún tipo de castigo? No podía entenderlo.

Recordó la sonrisa burlona de sus hermanos y sintió un impulso repentino de moler la casa. No quería nada que viniera con la humillación que había sentido. Los días siguientes, Isabel comenzó a hacer planes para derribar la construcción. Llamó a un par de empresas de demolición y pidió presupuestos. Mientras tanto, visitaba la propiedad para medir y tomar fotografías.

En una de esas visitas, algo inesperado ocurrió. Estaba revisando el suelo del salón, donde la madera estaba especialmente dañada. Dio un paso y una tabla se dio bajo su peso, dejando al descubierto un hueco oscuro. Se agachó y apartó las astillas. Dentro había un pequeño cofre de metal cubierto de polvo y telarañas.

Su corazón comenzó a latir más rápido. Lo sacó con cuidado. Estaba cerrado con un candado oxidado, pero la cerradura se rompió fácilmente con un golpe de martillo. Dentro encontró varias hojas de papel dobladas amarillentas por el tiempo.

La primera hoja comenzaba con una letra que reconoció al instante. Era la de su padre.

—Hija mía, si estás leyendo esto, significa que finalmente la casa de los Álamos es tuya. No es una ruina sin valor, aunque pueda parecerlo. Aquí guardé lo más importante que jamás tuve, algo que no podía dejar en manos de tus hermanos. Si tienes el valor de descubrirlo, no derribes estas paredes. Busca bajo el suelo de la habitación del fondo.

Isabel sintió un escalofrío recorrer su espalda. Su padre no había dejado aquella casa al azar. Había un secreto oculto, un propósito. Le temblaban las manos mientras doblaba la carta. Se levantó y caminó lentamente hacia la habitación del fondo, preguntándose qué podría haber allí.

La luz del atardecer entraba por una grieta en la pared, tiñendo el polvo en el aire de un tono dorado. Se arrodilló y comenzó a golpear el suelo con una barra de hierro, retirando las tablas una a una. Entonces, algo metálico brilló bajo la última capa de madera. Esa noche, Isabel no pudo dormir. Las palabras de la carta se repetían en su mente una y otra vez.

Pensaba en lo que había encontrado, en cómo cambiaría todo lo que creía saber sobre su padre y sobre la herencia. No se lo había contado a nadie, ni a sus hermanos, ni a su mejor amiga, ni siquiera a su tía Carmen, la única familiar que aún le ofrecía un hombro en el que apoyarse.

Aquello debía mantenerse en secreto, al menos hasta saber qué significaba. Pero lo que sí sabía era que ya no quería demoler la casa y que su vida, de alguna forma, estaba a punto de cambiar para siempre.

Isabel se levantó temprano aquella mañana con la mente llena de preguntas. La carta de su padre seguía sobre la mesa de la cocina junto al cofre vacío. Había pasado la noche imaginando todo tipo de posibilidades. Podía ser dinero, joyas, documentos importantes o algo mucho más extraño.

Lo único seguro era que él había querido que solo ella lo encontrara, y eso la llenaba de una mezcla de orgullo y miedo. Se preparó un café rápido y salió hacia la casa de los Álamos. El sol apenas se asomaba entre las colinas, y el aire fresco de la sierra la hizo estremecerse.

Condujo despacio, observando el paisaje que poco a poco se volvía más salvaje, hasta que la carretera asfaltada dio paso a un sendero de tierra. Al llegar, el silencio del lugar la envolvió. Abrió el portón oxidado y entró, sintiendo que cada paso la acercaba a algo que podría cambiarlo todo.

Subió las escaleras hasta la habitación del fondo, la misma que su padre había mencionado en la carta. El suelo estaba cubierto de polvo y trozos de madera podrida. Había dejado parte levantada la tarde anterior, pero ahora se arrodilló para continuar. Usó la barra de hierro para desprender las tablas restantes. Poco a poco, el hueco se hizo más grande hasta que apareció una caja metálica más grande que el cofre del salón.

Tenía candados en ambos lados y estaba cubierta por una tela gruesa que se deshizo en sus manos. Intentó levantarla, pero era pesada. La arrastró hacia un rincón donde la luz entraba por una ventana rota. Respiró hondo y golpeó los candados con el martillo que había traído.

Tras varios intentos, el primero se dio con un chasquido. El segundo tardó un poco más, pero finalmente se rompió. Abrió la tapa lentamente, como si temiera que algo saltara desde dentro.

Lo primero que vio fueron carpetas llenas de documentos, algunas fotografías en blanco y negro y una pequeña bolsa de terciopelo. Su corazón latía tan fuerte que podía escucharlo. Sacó la bolsa y la abrió. Dentro había un puñado de monedas de oro antiguas con inscripciones que no reconocía. Parecían muy valiosas.

Acarició una de ellas y sintió el frío del metal. Luego pasó a los documentos. Eran escrituras de terrenos, contratos y certificados bancarios. Muchos estaban a nombre de su padre, pero otros a su nombre.

Isabel frunció el ceño. No recordaba haber firmado nada así. Entre las carpetas encontró un sobre con su nombre escrito a mano. Lo abrió con cuidado. Era otra carta.

—Hija, si llegaste hasta aquí, sabrás que todo lo que ves es tuyo. Durante años acumulé estas propiedades y ahorros, pero no quise que tus hermanos se enteraran. Ellos siempre han buscado la riqueza fácil, y lo que yo quería era asegurar tu futuro. Fingí que solo te dejaba esta casa porque sabía que nadie más tendría interés en ella.

Aquí, lejos de las miradas codiciosas, podrás encontrar todo lo que necesitas para empezar de nuevo. Confío en que sabrás usarlo con sabiduría.

Isabel sintió un nudo en la garganta. Las lágrimas le nublaron la vista. Aquello no era solo una herencia, era una declaración de amor y confianza. Su padre había visto lo que los demás no veían y había protegido lo que consideraba valioso, dejándoselo a ella.

Pasó las horas revisando cada documento, y supo en su corazón que su vida, de alguna manera, estaba a punto de cambiar para siempre.