
Todos decían que Gregory Langford era inmune a las emociones. En las juntas de negocios, ni los acuerdos más millonarios lograban arrancarle una sonrisa. En casa, hasta su hija Victoria decía que el hombre solo mostraba afecto una vez al año: cuando le regalaba rosas blancas el día de su cumpleaños, sin tarjeta.
Pero aquel día, el CEO no solo se emocionó. Se quebró.
Después de la impactante interpretación de Maya, el salón pareció despertar de un letargo. Algunos asistentes tenían los ojos vidriosos. Victoria apretó la mano de su prometido, que murmuró: «Eso fue… real.»
Langford, sin perder el porte, caminó hacia Maya mientras el murmullo renacía como oleaje. Ella ya había recogido su mochila y el contenedor de comida, lista para irse.
«¿A dónde vas?» preguntó el CEO.
Ella lo miró como quien no cree lo que oye. «Ya toqué. Pensé que era todo.»
Langford negó con la cabeza. «Tú no eres solo una intérprete. Eres la historia que todos estaban tratando de contar sin lograrlo.»
Luego, en un gesto que dejó atónitos a todos, sacó una tarjeta de su chaqueta y la puso en su mano. «Esto no es solo para la boda. Mi fundación tiene un programa de becas artísticas. Si decides volver… quiero que sepas que aún hay espacio para ti.»
Victoria se acercó. «Maya… ¿te gustaría tocar la canción del primer baile? La tuya, no otra.»
La repartidora no respondió de inmediato. Solo miró sus manos, aún vibrando por las emociones que había desenterrado.
Y luego sonrió. «Solo si me dejan elegir también las flores.»
Langford soltó una breve carcajada —la primera en mucho, mucho tiempo— y asintió.
«Hecho.»
Maya salió del salón como había entrado: en zapatillas, con la mochila al hombro.
Pero esta vez, el mundo sabía quién era.
Y en tres días, en una boda de ensueño bajo las estrellas de Toscana, tocaría para el amor de otros… con una canción que había nacido del suyo.
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