A sus 68 años, Doña Rosa vivía sola en una pequeña casa del pueblo de San Miguel. Desde que su esposo falleció, se había acostumbrado a arreglárselas por sí misma. De vez en cuando vendía verduras en el tianguis para comprar arroz y medicinas. Pero su salud se deterioraba: la vista ya estaba borrosa, las piernas temblorosas. Su vida se volvía cada día más difícil.

Ese mes, el dolor de sus articulaciones había regresado con fuerza, y necesitaba medicinas con urgencia. Solo le quedaban unos cuantos pesos. Tras pensarlo mucho, decidió tomar el camión a la ciudad para pedirle prestado mil pesos a su hijo mayor, Luis, que vivía en una colonia de Querétaro.

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Al llegar, Luis la recibió con una sonrisa:
—¡Mamá! Qué sorpresa, ¿por qué no avisó para ir por usted?

Rosa bajó la mirada, nerviosa:
—Vine porque… necesito pedirte prestado un poco de dinero para mis medicinas. Con mil pesos salgo adelante. Cuando venda los pollos, te lo devuelvo.

Luis apenas iba a contestar cuando Claudia, su esposa, salió de la cocina. La miró de reojo y dijo sin rodeos:
—Si va a pedir prestado, que quede por escrito. Esta casa no es banco de regalos.

El ambiente se puso tenso. Rosa se quedó inmóvil, con las manos temblorosas.
—¿Qué dices, Claudia? Es mi mamá, no hace falta… —intentó Luis.

—¡Claro que sí! —lo interrumpió Claudia—. No es la primera vez. Y después, cuando tus hermanos digan que siempre ayudas más a tu mamá, ¿qué? Mejor todo claro: que firme un pagaré y se acabó.

Las palabras fueron como una daga para Rosa. Jamás pensó que, a su edad, pedir ayuda a su propio hijo implicara humillarse así. Pero, pensando en su enfermedad, aceptó.

Claudia colocó una hoja frente a ella:
—Escriba: “Hoy, yo Rosa, pido prestado a mi hijo Luis la cantidad de mil pesos. Me comprometo a pagar en tres meses.”

La mano arrugada de Rosa temblaba al sostener el bolígrafo. Firmó en silencio, guardó el papel en su bolso, recibió el dinero y se despidió.

En el autobús de regreso, Rosa miraba los campos de maíz desde la ventana. Sentía el pecho oprimido. Sacó el pagaré para leerlo otra vez. Pero debajo de la frase “pagar en tres meses”, vio una línea escrita con letra conocida:

“Mamá, no se preocupe. Su hijo siempre pagará con amor. La quiero mucho.”

Era letra de Luis. Rosa se quedó inmóvil; las lágrimas comenzaron a rodar. Mientras Claudia se había dado la vuelta, su hijo había escrito esa nota secreta.

Al llegar a casa, Rosa guardó el pagaré en una cajita de madera junto a sus recuerdos más preciados. Se tomó la medicina y descansó. Poco después, la historia comenzó a correr de boca en boca en San Miguel. Vecinos y amigas sentían indignación y ternura por la anciana.


Semanas después

Un día, el pueblo entero se sorprendió al ver un auto reluciente estacionarse frente a su casa. Luis bajó con una bolsa grande de regalos. Claudia lo acompañaba, con cara incómoda.

—¿Qué pasa, hijo? —preguntó Rosa.

Luis sonrió, sentándose frente a ella:
—Vine a pedirle perdón, mamá. Sé que Claudia le hizo pasar un mal rato. Desde entonces no he dejado de pensar en usted. No quiero que sufra más.

Sacó otro papel, esta vez con sellos oficiales:
—Es el título de una parcela de 200 metros cuadrados aquí en San Miguel, a su nombre. También le dejo 200 mil pesos para que viva tranquila. Nunca más tendrá que preocuparse por medicinas ni por comida.

Rosa quedó atónita. Claudia quiso hablar, pero Luis la detuvo con seriedad:
—Ya basta, Claudia. Mamá ha sufrido demasiado. Desde hoy, ella es mi prioridad.

Los vecinos se arremolinaron afuera, murmurando con admiración. Una señora mayor exclamó:
—¡Ese sí es un hijo de verdad!

Claudia bajó la cabeza, avergonzada, sin poder decir palabra.


Un año después

La casa de Rosa estaba renovada, grande y luminosa. Cada fin de semana, Luis iba con sus dos hijos a visitarla; ayudaba en la cocina, en el huerto. Claudia, después de aquel episodio, había cambiado mucho: cuidaba y respetaba a su suegra con cariño sincero.

Rosa solía sentarse en el portal, mientras el sol bañaba el patio. En la sala, colgado en un marco de cristal, estaba el viejo pagaré. Quien lo leía no podía evitar emocionarse al ver las palabras de Luis.

Con una sonrisa serena, Rosa pensaba:
“La vida me golpeó mucho… pero al final, recibí lo que merecía.”

Ya no había soledad ni carencias, solo amor y gratitud. Su corazón estaba en paz, convencido de que el amor entre madre e hijo siempre vence el egoísmo y la frialdad.

La historia corrió por todo el pueblo como una enseñanza:

“Amen a sus padres mientras puedan. No permitan que un simple pagaré los haga ver como hijos desalmados.”