Érase una vez, en un pequeño pueblo rodeado de olivares y viñedos, vivía una joven llamada Lucía. Tenía diecinueve años, era hermosa como una rosa en primavera, con ojos bondadosos y una voz suave. Pero su belleza no era una bendición, sino una carga. Huérfana desde los once años por un incendio que se llevó a sus padres, Lucía vivía con su tío, don Rodrigo, su esposa, doña Carmen, y sus dos hijas, Blanca y Sofía. En aquella casa, era más sirvienta que familia. Cada madrugada, antes del amanecer, Lucía acarreaba agua, barría el patio y preparaba la comida. Sus días se llenaban de tareas y palabras crueles.

—¡Lucía, lava estos platos ahora mismo! —gritaba doña Carmen, aunque acabara de terminar de cocinar—. ¿Crees que por bonita te irás de esta casa? ¡Neciedad!

Pero Lucía nunca respondía. Había aprendido que el silencio era más seguro. Responder significaba dormir a la intemperie, y llorar, más burlas.

A pesar de todo, Lucía seguía siendo amable. Saludaba a los ancianos, ayudaba a las vendedoras del mercado y nunca se reía del sufrimiento ajeno. Su bondad silenciosa llamó la atención de pretendientes adinerados de la ciudad, que buscaban una esposa humilde. Algunos venían por Blanca o Sofía, pero al ver a Lucía, cambiaban de opinión.

—¿Quién es esa chica de mirada tranquila? —preguntó uno a don Rodrigo, sin saber que era su sobrina.

Esa noche, la casa se convirtió en un infierno.

—¡Les robas el brillo a tus primas! —chilló doña Carmen, arrojando las zapatillas de Lucía al patio—. Todos los hombres vienen por ellas y terminan mirándote a ti. ¿Qué brujería usas?

—Ni siquiera les hablo —susurró Lucía, con lágrimas en los ojos.

—¡Cállate! —rugió don Rodrigo—. Desde que no sabes respetarte, te casarás con un mendigo si es necesario.

La golpeó, y desde entonces todo cambió. Lucía ya no comía con la familia, se bañaba en el pozo del patio y sus primas se burlaban de ella cuando llegaban visitas.

Un sábado, llegó un forastero. Vestía ropas polvorientas, llevaba un bastón de madera y un sombrero viejo que ocultaba su rostro. Parecía cansado, quizás herido. El vecindario lo observó mientras entraba al patio de don Rodrigo. Habló poco, solo susurró algo al oído del tío, cuyos ojos brillaron como si hubiera encontrado un tesoro.

—¿En serio? ¿Quieres casarte con ella? —preguntó don Rodrigo, fingiendo discreción.

—Tengo suficiente para una mujer humilde —respondió el hombre, con voz serena.

Sellaron el trato con un apretón de manos. Esa noche, don Rodrigo convocó a la familia.

—Lucía, siéntate —ordenó—. Te hemos conseguido un marido.

Lucía giró lentamente.

—¿Quién es él?

—No es asunto tuyo. Te llevará como eres, sin dote ni lujos.

Blanca soltó una risa burlona.

—A lo mejor esperaba al hijo de un empresario.

Doña Carmen intervino.

—¡Basta! La boda será en dos semanas.

Lucía no durmió esa noche. ¿Era ese su destino, casarse con un extraño mientras sus primas vivían libres? Al día siguiente, lo vio otra vez, el mendigo, sentado en la plaza del pueblo, dando migajas a los pájaros. Su ropa estaba sucia, pero sus manos estaban limpias, las uñas cortadas. Su postura no era la de un indigente.

—Buenas tardes, señor —saludó Lucía tímidamente.

Él se volvió.

—Lucía —dijo suavemente—. ¿Cómo estás?

—¿Sabe mi nombre?

—Lo oí cuando tu tío te gritó ayer.

Ella casi sonríe.

—Usted es el hombre con el que debo casarme.

—Sí.

—¿Por qué yo?

—Porque eres diferente.

—¿Diferente cómo?

Él sonrió sin responder. Luego se levantó, estiró la espalda brevemente y tomó su bastón.

—Hasta pronto, Lucía —dijo, alejándose lentamente.

Esa tarde, sus primas se burlaron de nuevo.

—Dicen que hablaste con tu futuro mendigo —se rió Sofía.

—Mejor acostúmbrate a vivir pobre —añadió Blanca.

Pero Lucía calló. Algo en su interior cambiaba. La vergüenza seguía doliendo, pero sentía una paz extraña, como si su vida estuviera a punto de transformarse.

El día de la boda no hubo música ni alegría, solo murmullos y sonrisas falsas. Lucía se miró en un espejo rajado, con un vestido de encaje viejo y manchado. Parecía una novia castigada.

—Sal, ya te esperan —ordenó doña Carmen.

La ceremonia fue fría y rápida.

—¿Aceptas a Lucía como tu esposa? —preguntó el cura.

—Sí, acepto —dijo el mendigo, llamado Álvaro.

—¿Y tú, Lucía, lo aceptas como tu esposo?

Miró a su alrededor. La mirada de su tío era fría, la de su tía, dura. Sus primas sonreían con malicia. Pero los ojos de Álvaro eran amables.

—Sí —susurró.

—Pueden irse —dijo el cura.

Álvaro le tendió la mano.

—Vamos.

Salieron del patio. Doña Carmen no les dijo adiós. Don Rodrigo no los miró. Lucía no lloró. Ya estaba harta de lágrimas.

Al doblar por un camino, Lucía preguntó:

—¿No vamos por la vereda?

—No —respondió Álvaro—. Tenemos coche.

Un automóvil negro los esperaba bajo un árbol. El chófer abrió la puerta.

—Buenas tardes, señor —saludó.

Los ojos de Lucía se abrieron desmesuradamente. Álvaro sonrió.

—Sube. Ahora estás a salvo.

Mientras el coche se alejaba, Lucía guardó silencio, el corazón acelerado. Los hombres pobres no vivían así.

—Álvaro, ¿quién eres en realidad?

Él la miró.

—Me llamo Álvaro Mendoza. Lo demás tuve que ocultarlo.

—¿Mendoza? ¿El dueño de Mendoza Corporación?

Asintió.

—Hace años, tu tío trabajó con mi padre. Le robó todo. Lo perdimos todo. Reconstruí la empresa, pero regresé disfrazado para ver cómo trata la gente a los que no tienen nada.

—¿Y yo?

—Fuiste …
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