“Creo que necesitas un abrazo… ¿Puedo abrazarte?” — El millonario jamás imaginó lo que ocurriría después
La voz era suave, pero clara. Rompió el silencio helado de Central Park como un susurro que venía de otra vida. James Holloway levantó la vista, sacado de su nube de pensamientos por aquella frase inesperada. Frente a él estaba una pequeña niña afroamericana, con las mejillas rosadas por el frío y un solo guante cubriendo sus manos.
Su gorro tejido era demasiado grande para su cabeza, y lo miraba con ojos grandes, atentos.
—¿Qué dijiste? —preguntó James, sorprendido.
—Parece que necesitas un abrazo —repitió ella, como si fuera lo más obvio del mundo.
James parpadeó. No estaba acostumbrado a que alguien le hablara de forma tan directa, y mucho menos una niña.
Desde que su mundo se derrumbó, su vida se había reducido a correos corporativos, cenas solitarias y noches invadidas por un duelo silencioso.
—Soy Maya —dijo la niña, cambiando el peso de un pie al otro sobre la nieve.
—Mi mami dice que los abrazos no lo arreglan todo… pero ayudan.
Él soltó una breve risa, la primera en mucho tiempo.
—Eso es bastante sabio.
—Tengo cinco —respondió ella con orgullo—. Y medio.
James sonrió, casi sin querer.
—Gracias por el ofrecimiento, Maya.
Ella bajó la mirada hacia una pulsera de cuentas y lana que llevaba en la muñeca. Luego la desabrochó y se la tendió a James.
—Deberías usarla. Me ayuda cuando estoy triste.
James dudó. Era un objeto claramente especial para ella.
—No creo que deba…
—Está bien —interrumpió con dulzura—. Puedo hacer otra.
Con manos pequeñas, le colocó la pulsera sobre el guante. Se veía fuera de lugar junto al abrigo caro y el reloj suizo que él llevaba. Pero se sentía… correcto.
—Soy James —dijo finalmente—. Mucho gusto, Maya.
—¿Quieres conocer a mi mami? Está ahí, en la banca.
Señaló con su dedito hacia una mujer sentada con un abrigo grueso, una bolsa de supermercado a sus pies. Observaba a Maya con una mezcla de cansancio y vigilancia. La niña tomó la mano de James sin dudar.
—Vamos, es buena. Te va a caer bien.
James se dejó guiar. Resultaba casi ridículo: un importante ejecutivo siendo conducido por una niña de cinco años por un parque nevado. Pero había algo en Maya que lo desarmaba.
Al acercarse, la mujer se puso de pie de inmediato. Su mirada recorrió a James con precaución.
—Maya —dijo con firmeza—. Hablamos sobre no alejarte.
—No me fui lejos, mami. Él se veía como si necesitara a alguien.
La mujer lo miró, algo incómoda.
—Perdón por su atrevimiento.
—Está bien —dijo James, su voz más suave de lo habitual—. Es una niña muy especial.
—Soy Anna —dijo ella, aún vigilante—. Gracias por no ser… ya sabe, una amenaza.
Él sonrió con cierta ironía.
—Entiendo.
Anna notó la pulsera en su muñeca.
—Solo las regala cuando realmente lo siente.
James asintió.
—Lo imaginé. Es un honor.
Hubo un silencio breve antes de que Anna ofreciera:
—¿Le gustaría un poco de café? Es instantáneo, pero está caliente.
Se sentaron juntos en la banca. La bebida venía de un viejo termo, sabía algo quemada, pero resultaba reconfortante. Maya se acurrucó entre ambos, bebiendo chocolate caliente de una pequeña taza.
—No parece de por aquí —dijo Anna, observándolo.
—Vivo a unas cuadras, en el Upper West Side —respondió James.
—No tiene pinta de sentarse en bancas del parque.
—Hoy es la excepción.
—¿Un aniversario?
James la miró, sorprendido.
—¿Cómo lo supo?
—Tiene esa mirada. Como alguien recordando algo que duele.
Él bajó la vista.
—Hace tres años perdí a mi esposa y a mi hijo. Accidente automovilístico.
Anna enmudeció.
—Yo… creo que los atendí.
James levantó la mirada, confundido.
—Trabajaba en St. Luke’s, en urgencias. Recuerdo a una mujer con un relicario… fotos adentro.
—¿Cadena plateada con broche dorado?
—Sí…
James se quedó sin aire.
—Eras tú… estuviste ahí.
—No sabía quién era el esposo. Fue una noche caótica. Pero me quedé con ella hasta el final.
Él tragó saliva.
—Gracias. Eso… significa mucho.
Se quedaron en silencio. Maya apoyó su cabeza en el hombro de su madre, ya con sueño.
—Estaba estudiando enfermería —murmuró Anna—. Tuve que dejarlo cuando nació Maya. Espero poder retomarlo algún día.
—Deberías —respondió James—. Hay personas que nacen para cuidar a otros.
Miró de nuevo la pulsera. Se sentía más que una simple artesanía: era un recordatorio, una promesa silenciosa.
—Volveré por aquí, si no les molesta.
—Solemos estar por aquí a esta hora —dijo Anna, asintiendo.
James bajó la mirada hacia Maya.
—Gracias, por el abrazo y la pulsera.
—Quédatela —susurró ella, medio dormida—. Hasta que ya no estés triste.
Y mientras James se alejaba entre la nieve, el frío parecía menos cruel. No sonreía… pero algo en él, lentamente, había empezado a sanar.
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