«Cuando mi suegra decidió mandar en mi piso e incluso en mi embarazo, pero yo la eché de casa»

Lucía estaba de pie junto a la ventana, mirando al patio interior donde unos niños jugaban a la pelota. Tres meses atrás soñaba con aquella tranquilidad, cuando por fin se mudó a su propio piso en Valencia después de una reforma interminable. Ese apartamento antiguo, que sus padres le habían comprado en la universidad, se había convertido ahora en su refugio frente a los alquileres y las mudanzas constantes.

— Lucía — llamó Javier desde el pasillo —, mi madre quiere hablar contigo.

Lucía cerró los ojos un instante. Carmen. Su suegra. Una mujer capaz de transformar cualquier charla en un interrogatorio y cualquier favor en una orden.

— ¿Qué pasa ahora? — preguntó, ya cansada.

Javier tenía la misma expresión de siempre: culpable, inseguro.

— Dice que quiere venirse a vivir con nosotros — soltó de golpe.

Lucía sintió un nudo en el estómago. Imaginó a Carmen caminando por las habitaciones, evaluando cada rincón como si fuese suyo.

— Javier, ya lo hemos hablado. No.

— Escúchame — insistió él —. Cree que no podremos apañarnos solos, que necesita enseñarnos cómo se lleva una casa “de verdad”.

Lucía alzó la voz.

— ¿En mi piso?

Pero al final cedió, agotada de tantas discusiones.

— Un mes. Como máximo.

Carmen entró en la vivienda como una generala conquistando terreno. Recorrió las habitaciones moviendo la cabeza, murmurando críticas.

— ¿Esto llamáis orden? — dijo mientras abría armarios. — Menos mal que he venido.

Los días siguientes fueron un infierno. Carmen imponía horarios, reorganizaba la cocina, cambiaba la colocación de los muebles y criticaba cada comida de Lucía. Javier, atrapado entre las dos, apenas se atrevía a intervenir.

Pasaron las semanas y la suegra no daba señales de marcharse. Todo lo contrario: se asentaba cada vez más como dueña de la casa. Lucía se sentía prisionera en su propio hogar.

Y entonces llegó el día en que descubrió que estaba embarazada. No había contado todavía la noticia a Javier, pero escuchó a Carmen en la cocina diciendo:

— Cuando tengáis un hijo, será mío también. Yo decidiré cómo educarlo.

Lucía entró con paso firme.

— Carmen, estoy embarazada. Y a partir de ahora, lo que decida sobre mi hijo y mi casa lo decido yo.

La suegra se quedó helada. Javier llegó en ese instante, sorprendido y emocionado. Lucía no titubeó: tomó la maleta de Carmen, aún sin deshacer del todo, y la arrastró hasta la puerta.

— Gracias por todo, pero se acabó.

Carmen intentó protestar, incluso soltar alguna lágrima, pero esta vez Javier apoyó a su esposa.

— Mamá, es nuestra vida. Déjanos vivirla.

La puerta se cerró con un golpe seco. Lucía, temblando, se dejó caer contra la pared. Javier la abrazó fuerte.

— Perdona por haber permitido tanto. Ahora seremos solo nosotros dos… y el pequeño que viene.

Lucía sonrió con alivio. Por primera vez en meses, sentía que el piso volvía a ser su hogar.

Y, sobre todo, sabía que su futuro hijo crecería en un lugar donde ella tendría voz y respeto.