
Podía sentir que Daniel se me escapaba de las manos. Hacía apenas unas semanas nos habíamos enterado de que estábamos esperando a nuestro primer hijo, y yo ingenuamente creí que eso nos uniría más, que él querría pasar más tiempo en casa. Pero no fue así. Cada vez estaba más ausente. Se quedaba hasta tarde en la oficina, y cuando no, viajaba por “negocios” constantemente.
—Daniel —le decía algunas noches—, ¿podemos hablar un rato? Solo… ponernos al día.
Él me miraba con una mezcla de cansancio y resignación, y me regalaba una sonrisa tenue.
—Me encantaría, de verdad, pero ha sido una semana interminable.
Eso era lo de siempre: mucho trabajo. Siempre tan “ocupado”.
Lo echaba de menos. Extrañaba nuestras conversaciones, su risa espontánea, incluso sus silencios compartidos. A veces, me quedaba despierta en la oscuridad, observando el techo mientras él dormía profundamente a mi lado. Me preguntaba si el problema era yo. Si algo había cambiado en mí. Si todavía quería estar aquí… conmigo… con nuestro futuro hijo.
Una noche, tras una ausencia de casi una semana, Daniel volvió más agotado de lo habitual. Ni siquiera intentó fingir interés. Apenas murmuró un “hola” sin mirarme, dejó caer su maleta junto a la puerta y se metió directamente al baño.
No era la primera vez que me ignoraba, pero esa noche se sentía diferente. Había una tensión nueva en el ambiente. Como si algo se escondiera detrás de sus silencios. Algo que él no quería que yo descubriera.
Cuando salió de la ducha, olía al mismo jabón que usaba desde hacía años, pero su presencia se sentía… ajena. Se metió en la cama sin decir palabra, se dio la vuelta y, en cuestión de segundos, estaba dormido.
Me quedé unos minutos en silencio, escuchando su respiración regular. Pero algo me hizo girarme hacia él. Fue un impulso. Entonces lo vi.
Una marca en su espalda.
Al principio pensé que era una sombra, o quizás una mancha de agua. Pero al acercarme más, entrecerrando los ojos, noté que era una figura clara, casi geométrica. Era un conjunto de líneas negras, paralelas, con espacios regulares. Un código de barras.
—¿Un código de barras? —susurré, apenas audible, como si al decirlo en voz alta pudiera alterar la realidad.
Lo observé unos segundos, paralizada. No parecía un tatuaje reciente. Tampoco parecía algo accidental. Era simétrico, preciso… como si alguien lo hubiera puesto allí con un propósito. Pero ¿por qué? ¿Y cómo no lo había visto antes?
De pronto, mi mente comenzó a llenarse de teorías absurdas. ¿Era algún tipo de broma? ¿Una marca médica? ¿Un símbolo secreto? ¿Una señal? Pero ninguna explicación tenía sentido. Nada encajaba con el Daniel que yo creía conocer.
Volví a recostarme en silencio, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho. Miré el techo una vez más, pero esta vez ya no pensaba en si él me amaba o no. Pensaba en qué más estaba ocultando.
Los días siguientes fueron una mezcla de ansiedad y desconfianza. Lo observaba con otros ojos. Cada palabra suya, cada gesto, me parecía ensayado. Le pregunté sutilmente por su infancia, por cicatrices que pudiera tener, por viejas anécdotas. Pero él siempre respondía de forma vaga, como si no recordara del todo bien.
Una noche no aguanté más. Le pregunté directamente:
—¿Tienes algún tatuaje que nunca me hayas mostrado?
Daniel frunció el ceño, desconcertado.
—¿Qué? No, claro que no. ¿Por qué lo preguntas?
Mentía. Lo sabía. La imagen del código de barras seguía grabada en mi mente como fuego. Y algo me decía que esa marca era solo el principio.
¿Quién era realmente el hombre con el que me había casado? ¿Y por qué sentía, en lo más profundo de mi ser, que esa marca en su piel era una advertencia?
Lo que descubrí después… cambió todo.
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