La tarde otoñal bañaba los escalones del viejo juzgado en tonos dorados, mientras Tyler Matthews descansaba con su caja de herramientas gastada a un lado. Acababa de reparar el sistema de calefacción averiado del edificio y se tomaba un momento para recuperar el aliento. A sus treinta y cuatro años, sus manos agrietadas hablaban de años de trabajo honesto, y su forma tranquila y amable de ser lo hacía cercano a todos, como el calor de una chimenea en invierno.
Estaba a punto de marcharse cuando una vocecita suave rompió su concentración.
—Señor… ¿podría ayudarme?
Tyler bajó la mirada y vio a una niña pequeña al pie de los escalones de piedra. Llevaba un suéter celeste y un gorro rosa tejido con un pompón que se movía ligeramente con el viento. Abrazaba con fuerza un osito de peluche y, aunque su rostro se veía pálido, sus ojos brillaban con una luz que le arrancó a Tyler una sonrisa involuntaria.
—Hola, preciosa —dijo Tyler, dejando a un lado sus herramientas—. Me llamo Tyler, ¿y tú?
—Me llamo Sofía —respondió ella, con voz suave pero segura.
—Vivo allá arriba con mi abuela, pero el ascensor volvió a romperse —añadió, señalando con la mirada el edificio antiguo que colindaba con el juzgado.
Tyler conocía bien ese lugar; había hecho varias reparaciones allí en los últimos años. Sabía que el ascensor fallaba con frecuencia.
—Son muchos escalones para alguien tan chiquita —comentó con ternura.
Sofía asintió con seriedad, luego lo miró con una determinación inusual para su edad.
—Señor Tyler, si me sube en brazos por las escaleras, le contaré un secreto. Es un secreto muy importante.
Algo en su tono lo hizo detenerse. Había una sabiduría inesperada en sus palabras, como si supiera más de lo que una niña de cuatro años debería saber. También había un dejo de melancolía en su voz, algo que le apretó el pecho.
—Sofía, estaré encantado de ayudarte a llegar a casa —respondió, agachándose a su altura—. Pero no necesito nada a cambio.
Ella negó con la cabeza, con convicción.
—Mi abuela dice que cuando alguien hace algo bueno por ti, debes darle algo valioso a cambio. Y este secreto… lo es.
Tyler la miró con atención. Su seriedad le recordó a su propia hija, a quien no veía con frecuencia desde el divorcio. Tenían la misma dulzura tenaz, esa manera sincera y directa de hablar que solo los niños poseen.
—Está bien, trato hecho —dijo, extendiendo los brazos.
Sofía sonrió con alivio y se dejó alzar. A medida que subían los peldaños uno a uno, Tyler notaba lo ligera que era, como si el viento mismo pudiera llevarla. Pero su presencia, por alguna razón, le parecía profundamente significativa, como si llevara consigo algo más que su pequeño cuerpo.
—¿Te gusta vivir con tu abuela? —preguntó Tyler, intentando conversar mientras ascendían.
—Sí. Ella es buena. Me cuenta cuentos y me canta cuando tengo miedo —respondió la niña, apoyando la cabeza en su hombro.
Cuando llegaron al último piso, Sofía señaló la puerta del fondo. Tyler la bajó con cuidado y se dispuso a marcharse.
—Señor Tyler —dijo la niña, con tono serio—. Ahora le contaré mi secreto.
Él se detuvo, curioso.
—Está bien, te escucho.
—Yo voy a irme pronto —dijo, bajando la voz—. Como mi mamá. Pero no tengas miedo. No duele. Es como quedarse dormido con canciones bonitas.
Tyler sintió que algo se quebraba dentro de él. No supo qué decir al principio. Las palabras de Sofía eran tan serenas, tan llenas de una aceptación que lo desconcertó.
—¿Qué quieres decir, Sofía?
—Tengo una enfermedad que no se puede curar —explicó, bajando la vista—. Pero está bien. Solo quería que alguien supiera que no tengo miedo. Y que le diga a mi abuela que estaré bien.
Antes de que Tyler pudiera reaccionar, la puerta del apartamento se abrió. Una mujer mayor, de rostro cansado pero amable, salió rápidamente.
—¡Sofía! Te dije que no bajaras sola —exclamó, con preocupación, tomando a la niña en brazos.
—La ayudé a subir —explicó Tyler, aún procesando lo que acababa de escuchar.
—Gracias… muchas gracias —dijo la abuela, con los ojos humedecidos.
Sofía le dio un beso en la mejilla y, antes de entrar, miró una vez más a Tyler.
—Gracias por cargarme. Ahora ya sabes mi secreto.
Tyler se quedó allí un momento, viendo cómo cerraban la puerta. El viento otoñal soplaba suave mientras bajaba las escaleras, su caja de herramientas en una mano, y en el corazón, un secreto que jamás olvidaría.
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