A ella no la toca nadie. El silvido de la flecha cortó el aire como un cuchillo y Bruno Lagos sintió como la muerte le rozaba la mejilla. Sus ojos, inyectados de alcohol y lujuria, se abrieron desmesuradamente al ver la punta afilada clavándose en el tronco que estaba justo detrás de su cabeza. Un guerrero apache se alzaba sobre la roca como una sombra vengativa con el arco tenso y otra flecha ya preparada.
Los gritos de terror de los otros dos hombres se perdieron en el viento del atardecer, mientras Rafaela, arrodillada entre las piedras del río, comprendía que su vida acababa de cambiar para siempre.
Dos meses atrás, cuando el sol apenas asomaba sus primeros rayos dorados sobre las montañas lejanas, Rafael Amena ya estaba despierta. A sus 24 años había aprendido que la tierra no esperaba a nadie y menos a una mujer sola. Sus manos, curtidas por el trabajo constante se movían con precisión mientras ordeñaba a Esperanza, la única vaca que le quedaba de los tiempos prósperos del rancho.
“Buenos días, mi niña”, susurró a la vaca, acariciando su lomo manchado. “Otro día más, tú y yo contra el mundo. El rancho que había pertenecido a su familia durante tres generaciones, ahora se reducía a una casa de adobe de dos habitaciones, un pequeño establo, un corral deteriorado y 50 hactáreas de tierra que luchaba por mantener productivas.

Desde la muerte de su padre, don Aurelio Mena, hacía ya 2 años, Rafaela había enfrentado sola cada desafío que la vida le presentaba. Don Aurelio había sido un hombre respetado en la región, conocido por su honradez y su mano firme para los negocios, pero un corazón débil se lo había llevado una noche de invierno, dejando a Rafaela con más deudas que ganado y más enemigos que amigos. Los buitres llegaron antes que el luto terminara.
Accendados vecinos ofreciendo comprar la tierra por una fracción de su valor, prestamistas exigiendo pagos inmediatos y hombres que veían en su soledad una oportunidad para satisfacer sus más bajos instintos. Pero Rafael Amena no era una mujer que se rindiera fácilmente. Su madre, que había muerto cuando ella tenía apenas 12 años, le había enseñado que la dignidad era lo único que nadie podía quitarle.
Su padre le había mostrado cómo disparar un rifle, cómo leer las señales del tiempo y cómo hacer que la tierra produjera incluso en los años más difíciles. Después de terminar con la vaca, se dirigió al pequeño huerto que mantenía detrás de la casa. Los jitomates estaban madurando bien, a pesar de la sequía que amenazaba la región. Sus manos expertas seleccionaron los más grandes y rojos, llenando una canasta de mimbre que había tejido su madre años atrás.
Estos jitomates, junto con algunos chiles y frijoles, le darían suficiente dinero en el mercado del pueblo para comprar lo esencial, sal, azúcar y tal vez, si la suerte la acompañaba, un poco de tela para remendar sus vestidos. El pueblo de San Rafael estaba a una hora y media de camino a caballo, siguiendo un sendero polvoriento que serpenteaba entre mezquites y nopales.
Rafaela ensillaba a Canela, su yegua a la zana, una de las pocas posesiones valiosas que le quedaban. Era un animal noble, regalo de su padre en sus 18 años y que había rechazado vender a pesar de las ofertas tentadoras. Hoy tenemos que ser valientes, Canela”, le murmuró al oído mientras ajustaba las alforjas. “Ya sabes cómo se pone la gente en el pueblo cuando nos ven llegar.
El mercado de San Rafael se celebraba todos los sábados en la plaza principal, frente a la iglesia de San Rafael Arcángel. Era un lugar bullicioso donde se mezclaban campesinos, comerciantes y vaqueros.” Pero también era donde Rafaela tendría que enfrentar las miradas las cibas y los comentarios soeces de hombres que no entendían que el no de una mujer era definitivo.
Al llegar a la plaza, extendió una manta bajo la sombra de un árbol de mezquite y comenzó a acomodar sus productos. Su vestido azul marino, aunque remendado en varios lugares, seguía siendo elegante. Lo había heredado de su madre. Y a pesar de las dificultades, se negaba a vestir como una mujer derrotada. Su cabello negro, recogido en una trenza que le llegaba hasta la cintura, brillaba bajo el sol matutino.
Doña Rafaela, la voz áspera, la hizo levantar la vista. Era don Evaristo, el tendero del pueblo, un hombre de unos 60 años con barriga prominente y bigotes canosos. Qué gusto verla por aquí. ¿Cómo van las cosas en el rancho? Bien, don Evaristo, gracias por preguntar, respondió con una sonrisa cortés, aunque sabía que detrás de esa aparente cordialidad se escondía una curiosidad morbosa por sus dificultades.
“Si algún día necesita ayuda, ya sabe que puede contar conmigo”, añadió el hombre. Pero su mirada se detuvo demasiado tiempo en el escote de su vestido. Una mujer joven y hermosa no debería vivir sola en ese lugar tan apartado. Rafaela fingió no escuchar el comentario y se concentró en acomodar sus jitomates.
había aprendido que la mejor forma de lidiar con este tipo de insinuaciones era ignorarlas, pero sabía que no todos los hombres se conformaban con ser ignorados. La mañana transcurrió sin mayores problemas. Varios clientes se acercaron a comprar sus productos y ella logró vender casi todo lo que había traído.
Estaba guardando las pocas verduras que le quedaban cuando una sombra se proyectó sobre su manta. Vaya, vaya. La hermosa Rafael Amena honrándonos con su presencia. La voz la hizo estremecer. Era Bruno Lagos, hijo del acendado más poderoso de la región. Un hombre de 30 años, alto y fornido, con el rostro marcado por las cicatrices de las peleas de cantina y los ojos pequeños y crueles.
Vestía un traje caro, pero su presencia emanaba una vulgaridad que ninguna ropa fina podía ocultar. “Buenos días, señor Lagos”, respondió Rafaela sin levantar la vista, concentrándose en doblar su manta. “Señor Lagos.” Bruno soltó una carcajada desagradable. Vamos, Rafaela, ya te he dicho que me llames Bruno, especialmente considerando la propuesta que te hice la semana pasada. Rafaela sintió que las mejillas se le encendían.
La propuesta había sido una oferta insultante para que se convirtiera en su amante a cambio de saldar las deudas del rancho y mantenerla como una mujer mantenida. La había rechazado sin dudarlo, pero Bruno parecía entender el significado de la palabra no.
Ya le dije que no me interesa su propuesta, señor Lagos, replicó poniéndose de pie y cargando su canasta. Ahora, si me disculpa, tengo que regresar a mi rancho. Bruno dio un paso hacia ella, invadiendo su espacio personal. Su aliento apestaba a alcohol, a pesar de que aún no eran las 12 del día. Tu rancho, se burló, ese terreno que apenas produce lo suficiente para que sobrevivas. Rafaela, sé razonable.
Mi padre controla medio territorio de Chihuahua. Conmigo nunca te faltaría nada. Podrías vivir en la casa grande, tener vestidos nuevos, joyas, todo lo que una mujer desea. Lo que yo deseo es que me deje en paz, respondió con firmeza tratando de pasar junto a él. Pero Bruno le bloqueó el camino y su expresión se volvió más sombría. Escúchame bien, Rafael Amena. Mi paciencia tiene límites.
He sido muy gentil contigo, pero esa gentileza no va a durar para siempre. Su voz bajó a un susurro amenazante. En este territorio nadie te va a proteger siempre. Tu padre ya no está. No tienes hermanos, no tienes marido. Estás completamente sola. El corazón de Rafaela se aceleró, pero mantuvo la compostura.
Había enfrentado amenazas antes, aunque ninguna tan directa como esta. “Mi padre me enseñó a protegerme sola”, replicó mirándolo directamente a los ojos. “Y si usted fuera la mitad del hombre que era él, entendería que cuando una mujer dice no, significa no.” La cara de Bruno se enrojeció de furia. Algunos comerciantes cercanos habían comenzado a prestar atención a la conversación y él no estaba acostumbrado a ser desafiado públicamente, mucho menos por una mujer.
Muy bien, gruñó entre dientes. Pero recuerda mis palabras, Rafaela. En este territorio, las mujeres orgullosas como tú siempre terminan aprendiendo humildad de una manera u otra. Sin más, se dio la vuelta y se alejó con pasos pesados, dejando tras él una amenaza que flotaba en el aire como el humo de un incendio lejano.
Rafael asintió que las piernas le temblaban, pero esperó hasta estar segura de que Bruno había desaparecido entre la multitud antes de permitirse mostrar algún signo de debilidad. Algunos comerciantes la miraban con una mezcla de admiración y pena. Sabían que Bruno Lagos no era un hombre que aceptara la derrota con gracia. El viaje de regreso al rancho le pareció eterno.
Canela, como si percibiera el estado de ánimo de su dueña, mantuvo un paso constante, pero nervioso. El sol del mediodía caía implacable sobre el sendero y Rafaela se secaba el sudor de la frente con la manga de su vestido, pero no estaba segura de si era por el calor o por los nervios.
Una vez en casa se dedicó a las tareas del atardecer con una intensidad inusual, como si el trabajo físico pudiera alejar los pensamientos oscuros que la acosaban. Alimentó a los pollos, reparó una tabla suelta del corral y regó su huerto con el agua que había almacenado en tinajas de barro. Pero cuando el sol comenzó a ocultarse detrás de las montañas, pintando el cielo de tonos naranjas y púrpuras, sintió una sed intensa. El agua de sus tinajas estaba tibia y tenía un sabor extraño.
Recordó entonces que su padre siempre decía que el agua más fresca y pura se encontraba en el río que corría al este del rancho, especialmente al atardecer, cuando la corriente traía el agua helada de los manantiales de la montaña. “Necesito agua fresca”, se dijo a sí misma tomando dos cántaros de barro. “Solo serán unos minutos.
” El río distaba apenas 20 minutos a pie del rancho. Era un lugar hermoso, rodeado de sauces y álamos, donde las rocas de granito formaban pequeñas posas naturales. Su padre la había llevado allí muchas veces cuando era niña y siempre había sido su refugio en momentos de tristeza o incertidumbre.
Mientras caminaba por el sendero que llevaba al río, Rafael asintió como la tensión del día comenzaba a abandonar sus hombros. El aire vespertino era fresco y traía consigo el aroma de las flores silvestres. Los grillos comenzaban su sinfonía nocturna y en la distancia se escuchaba el murmullo constante del agua corriendo entre las piedras. No sabía que, ocultos entre los arbustos, tres pares de ojos la habían estado observando desde que salió del rancho.
No sabía que Bruno Lagos había estado esperando exactamente este momento, cuando ella estaría sola y vulnerable, lejos de cualquier ayuda posible. Y tampoco sabía que en las montañas cercanas un guerrero apache, exiliado había notado el humo de su chimenea días atrás y había comenzado a vigilar discretamente los movimientos sospechosos en el valle. Cuando Rafaela llegó al río, el sol era apenas una línea dorada en el horizonte.
Se arrodilló junto a una de las posas más cristalinas y sumergió el primer cántaro, sintiendo el alivio inmediato del agua helada en sus manos. Por un momento se permitió sonreír. Este lugar siempre le traía paz, pero esa paz estaba a punto de romperse para siempre. El agua helada del río corrió entre los dedos de Rafaela mientras llenaba el segundo cántaro, pero una extraña sensación le erizó la piel de los brazos.
Era como si mil ojos la estuvieran observando desde las sombras que se alargaban entre los árboles. Se incorporó lentamente con los sentidos alerta, escuchando cada sonido del bosque vespertino. Los grillos habían enmudecido de repente. Ese silencio antinatural hizo que su corazón comenzara a latir más rápido. Su padre siempre le había dicho que cuando la naturaleza callaba era porque algo peligroso se acercaba.
Podía ser un puma, un oso o algo mucho peor. Hombres con malas intenciones. Rafaela se irguió completamente y giró la cabeza hacia la espesura tratando de penetrar las sombras con la mirada. Las ramas de los sauces se mecían suavemente con la brisa nocturna, creando formas fantasmales que jugaban con su imaginación.
“Tal vez solo eran nervios,”, se dijo a sí misma. Después del encuentro con Bruno en el mercado, cualquier ruido la ponía en guardia. Solo son nervios, Rafaela”, murmuró para tranquilizarse, agachándose de nuevo para terminar de llenar el cántaro. “No hay nadie aquí, pero estaba equivocada, muy equivocada.
El primer sonido que escuchó fue el de una rama quebrándose bajo el peso de una bota. Después, una risa áspera y desagradable que conocía demasiado bien. Su sangre se convirtió en hielo cuando vio a Bruno Lagos emergiendo de entre los álamos. tambaleándose ligeramente. Su camisa blanca estaba manchada de whisky y su sombrero torcido sobre su cabeza sudorosa.
“Vaya, vaya, mira lo que tenemos aquí”, dijo Bruno con voz pastosa arrastrando las palabras. La orgullosa Rafael Amena solita junto al río. Qué casualidad tan afortunada. Dos figuras más salieron de la maleza. Rafaela reconoció inmediatamente a los hermanos Salinas, Juventino y Casimiro, dos vaqueros que trabajaban para el padre de Bruno.
Eran hombres brutales, conocidos en todo el territorio por su crueldad con los animales y su falta total de escrúpulos. Juventino el mayor tenía una cicatriz que le atravesaba toda la mejilla izquierda, resultado de una pelea de cantina. Casimiro, más bajo pero más corpulento, tenía los ojos inyectados en sangre y una sonrisa que mostraba varios dientes rotos. Patroncito dijo Juventino con una reverencia burlona.
Ahí está la yegua que tanto le gusta. Y qué yegua tan hermosa? Añadió Casimiro, relamiéndose los labios mientras recorría con la mirada el cuerpo de Rafaela. Ya era hora de que alguien la domara. Rafael asintió como el terror se apoderaba de ella, pero luchó por mantener la compostura. Había dos cántaros de barro a sus pies y detrás de ella corría el río.
Los tres hombres habían salido estratégicamente de diferentes direcciones, cortándole el paso hacia el sendero que llevaba de vuelta al rancho. “Señor Lagos”, dijo con voz firme, aunque su corazón latía como un tambor de guerra. No sé qué está haciendo aquí, pero le sugiero que se vaya.
Es tarde y todos deberíamos estar en nuestras casas. Bruno soltó una carcajada que resonó entre las rocas del río como el aullido de un lobo. Irme. Ah, no, mi querida Rafaela. He venido específicamente a verte. Verás, he estado pensando mucho en nuestra conversación de esta mañana y he llegado a la conclusión de que tal vez no me expliqué bien.
Dio un paso hacia ella y los hermanos Salinas lo siguieron cerrando el círculo. Rafaela retrocedió hasta que sintió las piedras húmedas del río bajo sus pies. “Creo que me expliqué muy claro esta mañana”, replicó tratando de sonar más valiente de lo que se sentía. “Mi respuesta sigue siendo no. Ahora, por favor, déjeme pasar.
No, gritó Bruno y su voz cambió completamente. Todo rastro de falsa cortesía desapareció, reemplazado por una furia animal. Estoy harto de tus desplantes, Rafaela. Estoy harto de que una mujer insignificante como tú me humille delante de todo el pueblo. Se quitó el sombrero y lo arrojó al suelo con violencia.
Su cabello grasoso se pegaba a su frente sudorosa y sus ojos pequeños brillaban con una mezcla de alcohol y odio. ¿Sabes quién soy yo? Continuó golpeándose el pecho con el puño. Soy Bruno Lagos. Mi familia posee más tierra que cualquiera en este territorio. Tengo poder, tengo dinero, tengo todo lo que cualquier mujer podría desear. Y tú, una simple campesina sin un peso, ¿te atreves a rechazarme? Juventino se acercó por la izquierda, cortándole la huida hacia los árboles.
Su cicatriz se veía aún más siniestra bajo la luz tenue del atardecer. “Patroncito, ya está perdiendo mucho tiempo hablando”, dijo con voz ronca. “Las mujeres como esta solo entienden un lenguaje. Tiene razón, patrón”, añadió Casimiro, aproximándose por la derecha. Mejor le enseñamos quién manda aquí. Rafaela comprendió que había llegado el momento más peligroso de su vida.
Los tres hombres la tenían completamente rodeada. Detrás de ella, el río corría con fuerza suficiente para arrastrarlas, intentaba cruzarlo. A los lados y al frente solo había hombres ebrios con las peores intenciones. “Escúchenme bien”, dijo alzando la voz con toda la autoridad que pudo reunir. “Si me tocan, habrá consecuencias.
El pueblo entero sabrá lo que hicieron. Mi padre tenía amigos, gente que tu padre.” Bruno la interrumpió con otra carcajada cruel. Tu padre está muerto, Rafaela, bien muerto y enterrado, y sus amigos no van a mover un dedo por ti cuando sepan que te convertiste en mi mujer por voluntad propia. Eso nunca pasará”, replicó ella con furia.
“Prefiero morir antes que permitir que un cobarde como usted me toque.” La cara de Bruno se transformó en una máscara de odio puro. Ya no quedaba ni rastro del hombre. que había fingido cortesía esa mañana en el mercado. Muy bien, gruñó. Si prefieres hacerlo de la manera difícil, así será. Muchachos, creo que ya es hora de enseñarle a esta perra cuál es su lugar en el mundo. Los tres hombres comenzaron a avanzar hacia ella al mismo tiempo.
Rafaela sintió que las piernas le temblaban, pero su mente trabajaba desesperadamente buscando una salida. tenía que intentar algo, cualquier cosa, antes de que fuera demasiado tarde. Con un grito desesperado, tomó uno de los cántaros de barro y lo arrojó con todas sus fuerzas contra la cabeza de Bruno.
El recipiente se estrelló contra su hombro, haciéndolo tambalearse hacia atrás, pero no lo detuvo. Los fragmentos de cerámica se esparcieron por el suelo pedregoso del río. zorra. rugió Bruno tocándose el hombro dolorido. Ahora sí me las vas a pagar todas juntas. Rafaela intentó correr hacia los árboles buscando perderse en la oscuridad del bosque, pero Juventino era más rápido de lo que parecía.
Con un movimiento ágil, le bloqueó el paso y la empujó violentamente hacia atrás. El empujón la hizo perder el equilibrio. Sus pies resbalaron en las piedras húmedas y cayó de rodillas junto al río, salpicando agua por todos lados. El impacto fue tan fuerte que sintió un dolor agudo en las piernas, pero lo que más le dolió fue la sensación de indefensión total. “Mira nada más”, se burló Casimiro.
“Ya está en la posición correcta, de rodillas, como debe estar una mujer ante su patrón. Los tres hombres se acercaron lentamente, saboreando su victoria. Sus sombras se proyectaron sobre Rafaela como buitres que rodean a una presa herida. Bruno se desabrochó el cinturón con manos temblorosas por el alcohol y la excitación.
“Esto es lo que pasa cuando una mujer no sabe cuál es su lugar”, dijo con voz entrecortada. Pero no te preocupes, Rafaela, cuando terminemos contigo, nunca más volverás a decirle no a un hombre. Rafaela levantó la vista hacia ellos y en sus ojos ya no había lágrimas, sino una determinación férrea.
Si iba a ser su final, al menos no les daría la satisfacción de verla suplicar. “¡Hagan lo que tengan que hacer”, les gritó, “ero sepan que aunque destruyan mi cuerpo, jamás podrán quebrar mi espíritu. Y algún día, de alguna manera, pagarán por esto. Bruno se agachó hasta quedar a la altura de su rostro. Su aliento pestilente la hizo estremecer de asco.
“¡Qué palabras tan valientes para alguien que está completamente a nuestra merced”, susurró. “Pero no te preocupes, cuando terminemos ya no tendrás espíritu que quebrar.” Extendió la mano hacia el cuello del vestido de Rafaela, preparándose para desgarrar la tela. Juventino y Casimiro se acercaron más con las respiraciones aceleradas y los ojos brillando con lujuria animal.
Fue en ese momento cuando la desesperanza parecía absoluta y el horror inevitable que el aire se llenó con un sonido que ninguno de los cuatro había esperado escuchar. Un silvido seco y mortal cortó la noche como una navaja. Una flecha apache, perfectamente balanceada y afilada con obsidiana, se clavó en el tronco de un sauce a apenas unos centímetros de la cabeza de Bruno, vibrando con la fuerza del impacto.
Los cuatro se quedaron inmóviles como estatuas de sal. El silencio que siguió fue tan completo que se podía escuchar el agua del río corriendo entre las piedras y el viento susurrando entre las hojas. Entonces, desde lo alto de una roca de granito que se alzaba al otro lado del río, surgió una figura que parecía haber brotado de las propias sombras de la noche.
Era un hombre de estatura media, pero con flexión poderosa, con la piel bronceada por el sol y el cabello negro recogido con una banda de cuero. Vestía pantalones de piel de venado y una camisa de algodón desgastada. Pero lo que más impresionaba era la absoluta quietud con la que se movía, como si fuera parte del paisaje mismo.
En sus manos sostenía un arco de madera de Fresno y otra flecha ya estaba encordada, apuntando directamente al corazón de Bruno Lagos. Si esta injusticia te indigna tanto como a nosotros, dale like para que más personas conozcan esta historia. Los ojos del desconocido eran como dos pedazos de obsidiana pulida, fríos y calculadores. No había en ellos ni una pizca de duda o vacilación.
Era evidente que este hombre había matado antes y que no tendría problema alguno en volver a hacerlo. “El siguiente que se mueva recibe una flecha en el corazón”, dijo con voz baja, pero tan clara que cada palabra resonó entre las rocas como una sentencia de muerte. Juventino, que había sido el primero en reaccionar, se llevó instintivamente la mano al cuchillo que llevaba en el cinturón, pero se detuvo cuando vio como el arco se giraba hacia él con la precisión de un depredador que ha encontrado a su presa.
“Yo no haría eso si fuera tú”, añadió el apache con el mismo tono calmado. “Una flecha apchear un cuerpo humano y seguir volando 50 m. Bruno, que seguía arrodillado junto a Rafaela, sintió como el terror reemplazaba al alcohol en sus venas. Había oído historias sobre los guerreros apaches, sobre su ferocidad en combate y su habilidad con el arco, pero nunca había imaginado que se encontraría cara a cara con uno de ellos.
¿Quién? ¿Quién eres tú?, tartamudeó tratando de sonar autoritario, pero fracasando completamente. El guerrero bajó de la roca con movimientos fluidos y silenciosos, como un puma que desciende de su atalaya. El agua apenas murmuró bajo sus pies cuando cruzó el río con pasos seguros sobre las piedras resbaladizas.
Soy alguien que no tolera que tres cobardes ataquen a una mujer indefensa, respondió, y su voz llevaba un tono de desprecio que hizo que los tres hombres se sintieran más pequeños que hormigas. Rafaela, que había permanecido inmóvil desde que apareció la flecha, levantó lentamente la vista hacia su salvador. Era la primera vez en su vida que veía a un Pache de cerca y lo que más la impresionó no fue su apariencia, sino la absoluta confianza que irradiaba.
No había en él ni un ápice de nerviosismo o duda. Era como si hubiera nacido para momentos como este. “Señor”, susurró Bruno tratando de recuperar algo de compostura. “Esto no es asunto suyo. Esta mujer es es mi prometida. Solo estábamos teniendo una discusión doméstica. El apache lo miró con una expresión que podría haber helado el infierno.
Tu prometida repitió lentamente como si las palabras tuvieran un sabor amargo. Y tu prometida tiene la costumbre de llorar de terror cuando tú te acercas. Ella ella solo está siendo difícil. Balbuceo Bruno. Las mujeres a veces no pudo terminar la frase porque el apache había movido el arco hasta que la punta de la flecha quedó a escasos centímetros de su garganta. “Mientes”, dijo simplemente.
“Y a mí no me gusta que me mientan.” El silencio se extendió entre ellos como una cuerda tensa a punto de romperse. Casimiro, que había permanecido inmóvil hasta ese momento, decidió que era el momento de actuar. Con un grito salvaje se lanzó hacia el Apache con un cuchillo en la mano. Fue el último error de su vida. El movimiento del pache fue tan rápido que el ojo humano apenas pudo seguirlo.
En un instante tenía el arco en las manos y al siguiente había soltado la cuerda y tomado una vara de combate que llevaba atada a la espalda. Casimiro, que se abalanzaba sobre él con el cuchillo en alto, se encontró de repente con un golpe devastador en el estómago que lo dobló como una rama verde.
Sin darle tiempo a recuperarse, el guerrero giró sobre su eje y le propinó otro golpe en la nuca que envió al hombre rodando por las piedras hasta quedar inconsciente al borde del río. Todo había durado menos de 3 segundos. Juventino, viendo la suerte de su hermano, decidió que la discreción era la mejor parte del valor.
Desenvainó su pistola con manos temblorosas, pero antes de que pudiera apuntar correctamente, una segunda vara de combate voló por el aire como un proyectil mortal. El impacto en su muñeca fue tan preciso que la pistola salió disparada de sus dedos y se perdió entre los matorrales con un ruido metálico. “¡Mi mano!”, gritó Juventino, sosteniéndose la muñeca fracturada. “Me rompiste la mano, maldito salvaje.
” El apache recogió su vara de combate sin prisa y se dirigió hacia él con pasos medidos. No había prisa en sus movimientos, ni siquiera satisfacción por la victoria. Era como si estuviera realizando una tarea cotidiana, como cortar leña o alimentar al ganado. “La próxima vez será tu cuello”, dijo con la misma voz serena de antes. “Ahora recoge a tu hermano y vete de aquí antes de que cambie de opinión.
” Juventino no necesitó que se lo repitieran. Con la mano buena, arrastró a Casimiro hasta despertarlo con bofetadas y ambos se tambalearon hacia los arbustos como dos animales heridos. Sus gemidos y maldiciones se fueron perdiendo en la distancia hasta que el bosque recuperó su silencio natural.
Bruno había permanecido paralizado durante toda la pelea, incapaz de procesar la velocidad y eficiencia con que el Apache había neutralizado a dos hombres armados. Ahora que se encontraba solo frente a este guerrero silencioso, sintió que la vejiga estaba a punto de traicionarlo. “Escúchame bien”, dijo el Apache, acercándose hasta que Bruno pudo ver cada detalle de su rostro curtido por el sol y las batallas. “Conozco tu olor, conozco tu voz, conozco tu cara.
Si vuelvo a verte cerca de esta mujer, no habrá palabras entre nosotros. Solo muerte. Bruno asintió desesperadamente, pero el apache aún no había terminado. Y si algo le sucede a ella en los próximos días, semanas o meses, vendré a buscarte. No importa dónde te escondas, no importa cuántos hombres te protejan, te encontraré y cuando lo haga desearás haber nacido mujer.
El hijo del ascendado se puso de pie con piernas temblorosas, recogió su sombrero del suelo y comenzó a retroceder hacia los árboles. Pero antes de desaparecer completamente entre las sombras, se detuvo y gritó con la poca dignidad que le quedaba. Esto no se va a quedar así. Soy Bruno Lagos. Mi padre es el hombre más poderoso de este territorio. Pagarás por esto, maldito Apache.
El guerrero no respondió, simplemente recogió su arco del suelo y encordó una nueva flecha con movimientos fluidos. Bruno comprendió el mensaje y desapareció entre los matorrales a toda velocidad, tropezando con raíces y ramas en su huida desesperada. El silencio que siguió fue tan completo que Rafaela pudo escuchar su propio corazón latiendo como un tambor en su pecho.
Seguía arrodillada junto al río, paralizada por la impresión de haber presenciado algo que parecía sacado de las leyendas que contaban los ancianos del pueblo. El apache se acercó a ella con pasos suaves, guardando su arco en la espalda. Sus movimientos eran cuidadosos, como los de alguien que se aproxima a un animal herido que podría huir en cualquier momento.
¿Estás lastimada?, preguntó con voz suave, tan diferente del tono amenazante que había usado con los tres hombres. Rafaela levantó la vista hacia él y por primera vez pudo observar realmente a su salvador. Era más joven de lo que había pensado inicialmente, tal vez de 30 años o poco más. Sus ojos, que habían sido duros como pedernal durante el combate, ahora mostraban una calidez inesperada.
Tenía cicatrices pequeñas en las manos y los antebrazos, marcas de una vida vivida al aire libre y en constante peligro. “No”, murmuró tratando de ponerse de pie. “No estoy lastimada, solo asustada.” Él extendió una mano para ayudarla a levantarse, pero se detuvo a mitad del gesto como si recordara súbitamente que ella podría temer físico después de lo que había estado a punto de suceder. “Perdón”, dijo retirando la mano. “No quiero asustarte más.
” Rafaela se las arregló para ponerse de pie sola, sacudiéndose la tierra y las hojas de su vestido. Sus piernas todavía temblaban, pero ya no era solo por el miedo, era por la adrenalina, por la incredulidad de estar viva, por la gratitud inmensa hacia este desconocido que había aparecido como un ángel vengador en su momento más desesperado. ¿Cómo puedo? preguntó y su voz se quebró ligeramente.
Me salvaste la vida. Me salvaste de algo peor que la muerte. El Apache recogió los fragmentos del cántaro roto que Rafaela había arrojado contra Bruno y los examinó con cuidado, como si fueran piezas de un rompecabezas que necesitara resolver. “No tienes que agradecerme nada”, respondió sin levantar la vista.
“Aquí no se toca a quien camina con dignidad.” Las palabras resonaron en el aire nocturno con la fuerza de un juramento sagrado. Rafael asintió que había algo profundamente significativo en esa frase, algo que iba más allá de una simple explicación por su intervención. “¿Cómo te llamas?”, preguntó dándose cuenta de que no sabía ni el nombre del hombre que le había salvado la vida.
Él la miró durante un largo momento como si estuviera decidiendo si responder o no. Finalmente habló con la misma voz suave de antes. Tenec. Mi nombre es Tenec. Tenec, repitió ella, saboreando las sílabas extrañas en su lengua. Yo soy Rafaela. Rafaela Mena. Lo sé, dijo él. He escuchado tu nombre en el viento. La respuesta la desconcertó, pero antes de que pudiera preguntar qué quería decir, Tenec se dirigió hacia el río y llenó el cántaro intacto con agua cristalina.
“Deberías regresar a tu casa”, dijo, ofreciéndole el recipiente. “La noche trae otros peligros además de los hombres”. Rafaela tomó el cántaro y sus dedos rozaron brevemente los de él. La piel del Pache era áspera, pero cálida, como la corteza de un árbol que ha resistido muchas tormentas. ¿Vendrás conmigo?, preguntó impulsivamente. Tengo café caliente y algo de comida. Es lo menos que puedo hacer después de lo que hiciste por mí.
Tenec negó con la cabeza, pero no de manera brusca. Era más como si la idea le resultara imposible por razones que no podía explicar. Mi lugar no está en las casas”, dijo. “Pertenezco a las montañas y al viento. Entonces, al menos déjame saber dónde puedo encontrarte”, insistió Rafaela.
“Si Bruno regresa, si trae más hombres, si regresa, lo sabré antes que tú.” La interrumpió Tenec con una pequeña sonrisa que transformó completamente su rostro. Las montañas tienen ojos y oídos para quienes saben escuchar. Comenzaron a caminar juntos por el sendero que llevaba al rancho, manteniendo una distancia respetuosa entre ellos. La luna había salido completamente y bañaba el paisaje con una luz plateada que hacía ver todo como un sueño.
¿Por qué lo hiciste?, preguntó Rafaela después de caminar varios minutos en silencio. No me conoces. No me debes nada. ¿Por qué arriesgaste tu vida por mí? Tenec se detuvo junto a un mesquite centenario y miró hacia las montañas que se alzaban como gigantes dormidos contra el cielo estrellado. Hace muchos años, comenzó con voz pausada, mi pueblo firmó un tratado con los colonos blancos.
Mi jefe decía que era la única manera de sobrevivir, de mantener algo de nuestra tierra y nuestras costumbres. Pero yo sabía que era una mentira. sabía que los tratados de los hombres blancos están escritos con tinta que desaparece con el tiempo. Se sentó sobre una piedra y continuó su relato como si las palabras hubieran estado esperando años para salir.
Cuando empezaron a violar el tratado, cuando comenzaron a tomar más tierra de la que habían prometado respetar, yo hablé en el consejo. Dije que debíamos luchar, que era mejor morir con honor que vivir como mendigos en nuestra propia tierra. Pero los otros tenían miedo. Habían visto lo que les pasaba a las tribus que se resistían.
Rafaela se sentó en otra piedra cercana, hipnotizada por la historia que se desarrollaba ante ella. “Mi jefe me exilió”, continuó Tenec. dijo que mis palabras eran peligrosas, que podían traer la destrucción a todo el pueblo. Me dieron una hora para irme y nunca más regresar. Así que tomé mis armas, mi caballo y me vine a estas montañas.
Aquí he vivido durante 5 años, solo con los animales salvajes y los espíritus de mis ancestros. ¿Y no has intentado regresar? Preguntó Rafaela suavemente. ¿No extrañas a tu gente todos los días? admitió él. Pero un hombre exiliado no puede regresar hasta que demuestre que tenía razón o hasta que muera en el intento. Y los años me han enseñado que hay diferentes formas de luchar por lo que es justo.
Se puso de pie y reanudaron la caminata. El rancho de Rafaela ya era visible en la distancia, una mancha oscura contra el paisaje iluminado por la luna. Cuando vi lo que esos hombres te iban a hacer, continuó Tenec, vi en ti lo mismo que vi en mi pueblo, alguien que caminaba con dignidad, alguien que se negaba a inclinarse ante la injusticia, y comprendí que tal vez mi destino no era solo luchar por mi gente, sino por cualquiera que tuviera el valor de mantenerse de pie cuando el mundo trata de ponerlo de rodillas. Habían llegado al corral del rancho. Rafaela se detuvo
junto a la cerca y se volvió hacia él. Tenec, no sé qué decir. Tu historia es terrible y hermosa al mismo tiempo, pero quiero que sepas algo. Tú no estás solo, ya no. Él la miró con ojos brillantes, como si esas palabras hubieran tocado algo muy profundo en su alma. Eres muy valiente, Rafael Amena.
Pero la valentía sin precaución puede ser peligrosa. Bruno Lagos no va a olvidar lo que pasó esta noche. Regresará y cuando lo haga traerá más hombres. Lo sé, respondió ella, pero ya no tengo miedo. Bueno, sí tengo miedo, pero es diferente. Es como si por primera vez en mucho tiempo tuviera esperanza de que las cosas pueden cambiar.
Tenec asintió lentamente, como si entendiera exactamente lo que ella quería decir. “Voy a vigilar tus tierras”, dijo. No me verás, pero estaré cerca. Si necesitas ayuda, enciende una fogata grande al amanecer. El humo llegará hasta las montañas. “¿Y si yo quisiera verte?”, preguntó Rafaela, “no para pedir ayuda, sino simplemente para verte.
” Por primera vez que lo conocía, Tenec pareció genuinamente sorprendido por una pregunta. “Mañana al atardecer”, dijo finalmente, “en crece el roble solitario a media milla al norte de aquí. ¿Lo conoces?” “Sí, lo conozco. Mi padre y yo solíamos ir allí a veces. Si quieres venir, ven. Si no, no habrá resentimiento entre nosotros.
” Se alejó hacia las montañas con pasos silenciosos y en pocos segundos había desaparecido entre las sombras como si nunca hubiera estado allí. Solo el aroma a salvia y cuero que flotaba en el aire nocturno probaba que el encuentro había sido real. Rafaela permaneció junto al corral durante largo rato, mirando hacia las montañas y repasando en su mente todo lo que había sucedido.
Por primera vez en dos años, desde la muerte de su padre, no se sentía completamente sola en el mundo. Mientras tanto, a varias millas de distancia, en la hacienda de los lagos, Bruno irrumpía como un huracán en el despacho de su padre. Don Sebastián Lagos levantó la vista de los libros de cuentas y frunció el ceño al ver el estado deplorable de su hijo.
“¿Qué demonios te pasó?”, gruñó el viejo acendado. “Pareces como si te hubiera pisoteado una manada de caballos. Un apche jadeo Bruno sirviéndose un vaso de whisky con manos temblorosas. Un maldito apache me humilló delante de esa perra de Rafael Amena. Don Sebastián cerró los libros de golpe.
Su rostro, marcado por 60 años de vida dura, se endureció como granito. Un apache en nuestras tierras. Explícate, muchacho, y más te vale que sea una buena explicación. Bruno le contó toda la historia, omitiendo convenientemente los detalles sobre sus intenciones con Rafaela y presentándose como la víctima inocente de un ataque salvaje. “Ese maldito indio me amenazó de muerte.” Terminó.
Dijo que si me acercaba a esa mujer, me mataría. A mí, a un lagos. El viejo ascendado se puso de pie lentamente y Bruno pudo ver la furia acumulándose en sus ojos como nubes de tormenta. “Ninguna pache amenaza a mi familia”, gruñó. “Vamos a enseñarle a ese salvaje lo que cuesta meterse con los lagos. Mañana mismo reuniremos a 20 de nuestros mejores hombres y esta vez no habrá supervivientes.
Bruno sonrió por primera vez en toda la noche. Su padre era un hombre que cumplía sus promesas, especialmente las que involucraban violencia. ¿Y qué hacemos con Rafaela? Preguntó. Esa perra también va a pagar, respondió don Sebastián. Pero primero nos encargamos de la Pache, después ella estará sola otra vez y podrás hacer con ella lo que se te ocurra.
Padre e Hijo brindaron con whisky mientras afuera el viento nocturno llevaba sus planes siniestros hacia las montañas, donde un guerrero apache exiliado velaba el sueño de la única mujer que había logrado despertar su corazón dormido. El amanecer del tercer día llegó envuelto en una neblina espesa que se alzaba desde el río como los espíritus de antiguos guerreros.
Rafaela había pasado la noche anterior junto al roble solitario con Tenec, compartiendo historias bajo las estrellas y descubriendo que dos corazones heridos podían encontrar consuelo en el silencio compartido. Pero ahora, mientras preparaba café en su cocina, sabía que la tormenta se acercaba.
Tenec apareció en la ventana como una sombra con el rostro grave y los ojos alerta. No necesitó palabras para comunicar lo que había descubierto en su vigilancia nocturna. Rafaela abrió la puerta y él entró con movimientos silenciosos. Vienen dijo simplemente, ocho hombres armados, Bruno Lagos, su padre y seis vaqueros más. Estarán aquí antes del mediodía.
Rafaela asintió como el miedo le helaba la sangre, pero esta vez era diferente al terror que había experimentado junto al río. Esta vez tenía a alguien a su lado, alguien que había elegido quedarse y luchar. ¿Qué hacemos?, preguntó, sorprendiéndose de la firmeza en su propia voz. Tenec dirigió hacia la ventana y examinó el terreno alrededor del rancho con ojos de estratega militar.
Su mente apache calculaba distancias, ángulos de tiro, posiciones defensivas y rutas de escape. “Tu rancho está bien ubicado para defenderse”, murmuró. El río por un lado, las rocas por el otro, solo pueden acercarse desde el frente y eso los hace vulnerables. Pasó la siguiente hora explicándole su plan. Usarían el conocimiento del terreno a su favor, crearían trampas con los materiales que tenían a mano y convertirían cada rincón del rancho en una fortaleza improvisada.
Rafaela escuchaba cada palabra con atención, grabándose cada detalle en la memoria. “¿Sabes usar un rifle?”, preguntó Teneek. “Mi padre me enseñó. No soy la mejor tiradora, pero puedo dar en el blanco a distancia media. Tenec asintió con aprobación. Tomó el rifle de don Aurelio, un Winchester que había estado colgado sobre la chimenea desde su muerte y lo revisó con manos expertas. Buen rifle, comentó. Tu padre sabía elegir armas. Esto nos servirá.
Trabajaron juntos durante toda la mañana, cabando pequeños hoyos cerca del corral para hacer tropezar a los caballos, colocando alambres de púas a baja altura entre los mezquites y preparando recipientes con aceite caliente que podrían usar como armas. Cada movimiento de Tenec era calculado y eficiente, como si hubiera nacido para la guerra.
Cuando el sol llegó a su punto más alto, el sonido de cascos de caballos resonó en la distancia como tambores de guerra. Rafaela y Tenec se colocaron en sus posiciones. Ella en el granero con el rifle, el oculto entre las rocas con su arco y sus flechas. La comitiva que se acercaba era imponente. Don Sebastián Lagos cabalgaba al frente montado en un semental negro, vestido con su mejor traje y portando una escopeta de cañón doble.
Bruno lo seguía a su derecha con el rostro hinchado por el alcohol de la noche anterior y los ojos inyectados de odio. Detrás venían seis vaqueros armados hasta los dientes, rifles, pistolas, cuchillos y látigos. Se detuvieron a 50 m de la casa, formando una línea amenazante.
Don Sebastián desmontó con la arrogancia de quien está acostumbrado a que todos le teman. Rafael Amena. gritó con voz potente. Sal de ahí dentro, tenemos asuntos que discutir. Rafaela apareció en la puerta de su casa con el rifle oculto detrás del marco. Su corazón latía como un tambor, pero mantuvo la cabeza alta y la mirada firme.
“Buenos días, don Sebastián”, respondió con voz clara. “¿A qué debo el honor de su visita? No te hagas la tonta conmigo, muchacha!”, Rugió el viejo asendado. Anoche un salvaje atacó a mi hijo en estas tierras. Vengo por ese apache y no me iré hasta que me lo entregues. No sé de qué me habla, mintió Rafaela. No he visto a ningún apache por aquí.
Bruno se adelantó con su caballo con la cara deformada por la furia. Mientes, perra. Yo lo vi. Estaba contigo junto al río. Dile a tu amante salvaje que salga y pelee como hombre. Tu hijo miente”, replicó Rafaela con voz cortante. “Lo único que vi junto al río fue a tres cobardes tratando de atacar a una mujer indefensa.
Por suerte, los coyotes son más valientes que ellos y huyeron cuando apareció un verdadero depredador. Don Sebastián sintió como la sangre le hervía en las venas. Nadie, absolutamente nadie, le hablaba así a un lagos. Muy bien, gritó. Si no quieres entregar a la Pache, entonces tú pagarás por él. Muchachos, registren la casa y si encuentran resistencia, úsenla.
Los seis vaqueros desmontaron y comenzaron a avanzar hacia la casa con las armas desenfundadas. Fue entonces cuando el primer alambre de Púas hizo su trabajo. El vaquero que iba al frente, un hombre corpulento llamado Jacinto, no vio el alambre tendido entre dos mezquites hasta que fue demasiado tarde.
Sus piernas se enredaron y cayó de bruces, cortándose la cara contra las piedras del suelo. Es una trampa! Gritó la tiene trampas por todos lados. Pero la advertencia llegó demasiado tarde. Otro vaquero pisó uno de los hoyos ocultos y se torció el tobillo con un crujido audible.
Un tercero recibió una flecha apache en el hombro, disparada desde las rocas con precisión mortal. “Ahí está!”, gritó Bruno señalando hacia las rocas. “El Apache está en las rocas.” Tenec había abandonado su escondite y ahora se alzaba sobre una piedra alta con el arco en una mano y una vara de combate en la otra. Su figura se recortaba contra el cielo azul como la de un dios de la guerra ancestral.
Sebastián Lagos gritó con voz que resonó por todo el valle. Has venido a mi territorio con hombres armados para atacar a una mujer inocente. Si quieres pelear, pelea conmigo. Don Sebastián levantó su escopeta y disparó ambos cañones hacia las rocas. Pero Tenec ya había saltado a otra posición.
Los perdigones se estrellaron contra la piedra, levantando una nube de polvo y fragmentos. “Mátenlo!”, Rugió el viejo ascendado. 50 pesos de oro para quien me traiga su cuero cabelludo. Lo que siguió fue una batalla feroz que se extendió por todo el rancho. Teneec se movía entre las rocas como un fantasma, apareciendo para disparar una flecha mortal y desapareciendo antes de que pudieran localizarlo.
Sus flechas encontraban su objetivo con precisión sobrenatural. Un hombre en el muslo, otro en el brazo, un tercero en el estómago. Rafaela, desde su posición en el granero, disparaba con el rifle de su padre cada vez que tenía un blanco claro. No era tan precisa como Tenec, pero sus balas mantenían a los atacantes dispersos y nerviosos.
Don Sebastián, viendo que sus hombres caían uno tras otro, decidió cambiar de táctica. Tomó una antorcha de su silla de montar y la encendió con un fósforo. Si no pueden matarlos, los quemaremos, gritó. Prendan fuego a la casa, que salgan como ratas humeadas. Bruno tomó otra antorcha y corrió hacia la casa esquivando las balas de Rafaela.
Logró llegar hasta la pared de adobe y acercó la llama a un montón de leña seca que había junto al muro. Fue su último error. Tenec bajó de las rocas. como un águila que se lanza sobre su presa. Sus pies apenas tocaron el suelo antes de saltar de nuevo, esta vez directamente sobre Bruno. El impacto fue tan fuerte que ambos hombres rodaron por el suelo en una maraña de brazos y piernas.
Bruno era más grande, pero Tenec era más rápido y mucho más hábil. En segundos había inmovilizado al hijo del ascendado con una llave que le cortaba la respiración mientras le arrebataba la antorcha y la apagaba contra el suelo. “Suéltalo, maldito salvaje”, gritó don Sebastián corriendo hacia ellos con un cuchillo en la mano.
Pero Rafaela ya había bajado del granero y ahora apuntaba directamente al pecho del viejo acendado con el rifle de su padre. Ni un paso más, don Sebastián, dijo con voz firme, “O será lo último que dé en su vida.” El viejo se detuvo en seco, mirando el cañón del rifle que lo apuntaba directamente al corazón.
En los ojos de Rafaela vio algo que nunca había esperado encontrar, la determinación de una mujer que ya no tenía nada que perder. “No se atreverá a disparar”, gruñó. Las mujeres no tienen el valor para matar. Pruébeme”, replicó Rafaela y su dedo se tensó sobre el gatillo. En ese momento, el sonido de más caballos llegó desde el sendero principal.
Pero estos no venían de la hacienda lagos. Eran cinco hombres del pueblo de San Rafael, encabezados por el sherifff Mendoza y el padre Francisco, el párroco de la iglesia. Sebastián Lagos. gritó el sherifff desmontando con autoridad. Baje esa arma inmediatamente. Está usted bajo arresto por asalto armado y invasión de propiedad privada.
Don Sebastián miró alrededor con incredulidad. Sus seis vaqueros estaban fuera de combate, dos heridos de gravedad, tres más con heridas menores y uno había huido completamente. Su hijo estaba inmovilizado bajo el apache y ahora llegaba la ley a arruinar sus planes de venganza. Sherifff Mendoza protestó, estos salvajes atacaron a mi hijo.
Tengo derecho a defenderme. Lo que usted tiene derecho es a permanecer callado, replicó el sherifff. Hemos recibido testimonios de varios testigos sobre lo que realmente pasó junto al río hace dos noches. Su hijo y sus hombres intentaron violar a la señorita Mena. Este apache solo defendió a una mujer inocente.
El padre Francisco se adelantó con su sotana ondeando al viento. Era un hombre mayor, respetado en toda la región por su honestidad e integridad. Don Sebastián dijo con voz grave, durante años hemos tolerado los abusos de su hijo porque usted es poderoso. Pero lo que intentó hacer con la señorita Mena traspasa todos los límites de la decencia cristiana. Ya no tiene el apoyo del pueblo.
Esto es ridículo! Gritó Bruno desde el suelo tratando de liberarse del agarre de Tenec. Esa mujer es una mentirosa. Ese apache es un asesino. El único mentiroso aquí eres tú. Dijo una voz nueva desde el grupo del pueblo. Era don Evaristo el tendero, acompañado de varios comerciantes más. Todos habían sido testigos de la confrontación en el mercado dos días atrás.
Todos escuchamos tus amenazas hacia la señorita Mena”, continuó don Evaristo. “Todos vimos cómo la acosaste y ahora todos sabemos la verdad sobre lo que intentaste hacer en el río.” Tenec soltó a Bruno y se puso de pie lentamente. Una flecha enemiga le había rozado el brazo izquierdo y la sangre manchaba su camisa, pero se mantuvo erguido y digno.
Sherifff dijo con voz clara, “He defendido lo que era justo. Si eso me convierte en criminal ante su ley, acepto las consecuencias.” El sherifff Mendoza estudió al guerrero Apache durante un largo momento. Era un hombre justo que había visto demasiada corrupción en su vida como para no reconocer el honor cuando lo tenía delante.
“Señor Pache”, dijo finalmente, “según los testimonios que he recopilado, usted actuó en defensa propia y en defensa de una mujer inocente. No hay cargos contra usted. De hecho, debería agradecerle por hacer el trabajo que la ley no pudo hacer a tiempo. Se volvió hacia don Sebastián con expresión severa. Usted y su hijo están arrestados. Sus propiedades serán confiscadas temporalmente hasta que se resuelva este asunto en los tribunales.
Y si vuelvo a saber que se acerca a esta mujer o a este hombre, lo meteré en prisión por el resto de su vida. Bruno se puso de pie tambaleándose con la ropa desgarrada y el rostro lleno de tierra y sangre. Su arrogancia había desaparecido completamente, reemplazada por una humillación que le dolía más que cualquier herida física.
“Esto no ha terminado”, gritó mientras el sherifff le ponía a las esposas. “Yo soy un lagos. Esto no ha terminado. Sí ha terminado dijo el padre Francisco con voz solemne. Para ti, para tu familia y para todos los que creen que el poder les da derecho a hacer daño a los inocentes. El tiempo de la impunidad ha llegado a su fin.
Se llevaron a padre e hijo esposados, seguidos de sus vaqueros heridos. El silencio que quedó tras su partida fue tan completo que se podían escuchar los pájaros cantando en los árboles cercanos como si la naturaleza misma celebrara el fin de la tiranía. Tenec se dirigió hacia las rocas para recoger sus armas, pero Rafaela lo alcanzó a mitad del camino.
La herida en su brazo sangraba más de lo que él había admitido y podía ver que se tambalea ligeramente. “Estás herido”, dijo tocándole el brazo con suavidad. “Déjame curarte. Esa herida no es nada”, respondió él, pero su voz sonaba más débil que antes. He tenido heridas peores. Puede ser. Pero esta herida la recibiste defendiéndome. Eso la convierte en mi responsabilidad.
Lo guió hacia la casa y por primera vez Tencno protestó. La pérdida de sangre y el agotamiento del combate finalmente estaban pasándole factura. Una vez dentro, Rafael la limpió y vendó la herida con manos expertas. Su madre le había enseñado a curar heridas cuando era pequeña y esos conocimientos ahora le servían para cuidar al hombre que había arriesgado su vida por ella.
Tenec, dijo mientras terminaba de atar el vendaje. Quiero decirte algo importante. Él la miró con ojos cansados pero atentos. Has hecho más por mí de lo que cualquier persona tenía derecho a esperar. Continuó. Me salvaste no una, sino dos veces. Me devolviste la esperanza cuando pensé que la había perdido para siempre. Pero ahora que todo ha terminado, sé que probablemente querrás regresar a las montañas, a tu vida de antes. Teneca asintió lentamente, como si hubiera estado esperando este momento.
“Mi lugar está en las montañas”, dijo. “Soy un hombre exiliado. No pertenezco al mundo de las casas y las cercas.” se puso de pie con cuidado, probando su brazo herido. Era evidente que se preparaba para partir, para desaparecer en las montañas, como había hecho durante los últimos 5 años. “Espera,”, dijo Rafaela, poniéndose entre él y la puerta.
“Antes de que te vayas, quiero decirte algo más.” lo miró directamente a los ojos y en su mirada había una determinación que él no había visto antes. “Fuiste guardián de mis pasos cuando más lo necesitaba”, dijo con voz suave pero firme. “Pero ahora no quiero que seas solo mi guardián. Quiero caminar a tu lado.
” Tenecó inmóvil como si las palabras lo hubieran atravesado más profundamente que cualquier flecha. Rafaela, tú perteneces a este mundo. Tienes tu rancho, tu gente, tu vida. Yo soy un exiliado. No tengo nada que ofrecerte, excepto una vida de incertidumbre en las montañas. Y qué si no quiero la seguridad, replicó ella, qué si prefiero la incertidumbre contigo a la seguridad sin ti. Mi rancho es solo tierra y adobe.
Mi gente me respeta ahora, pero antes me despreciaba. Y mi vida, mi vida estuvo vacía. hasta que apareciste en ella. Se acercó a él hasta que pudo sentir su aliento en el rostro. Tenec, durante dos años viví como una mujer muerta. Existía, pero no vivía. Tú me devolviste la vida.
Me mostraste que todavía había razones para luchar, para esperar, para creer en algo mejor. No quiero volver a la muerte en vida que era mi existencia anterior. Las manos de Tenec temblaron ligeramente cuando las alzó para tocar el rostro de Rafaela. ¿Sabes lo que estás pidiendo? Murmuró. Una vida sin certezas, sin comodidades, posiblemente sin futuro seguro. Yo soy un hombre marcado por el exilio.
Pueden pasar años antes de que pueda regresar a mi pueblo, si es que alguna vez puedo hacerlo. Lo que te estoy pidiendo es que me dejes acompañarte en tu jornada, sea cual sea el destino que nos espere”, respondió ella, “He vivido sola durante dos años y he aprendido que la soledad segura es peor que la compañía incierta.
” Tenec cerró los ojos y permaneció en silencio durante largo tiempo. Cuando los abrió de nuevo, había en ellos una ternura que Rafaela no había visto antes. “Hay algo que debes saber sobre mí”, dijo. Durante estos 5 años de exilio, creí que mi corazón había muerto. Pensé que nunca más sentiría nada por otra persona.
Pero contigo, contigo he recordado lo que significa tener esperanza. La besó suavemente como si fuera la primera vez que besara a una mujer o como si fuera la última. Si realmente quieres caminar a mi lado”, murmuró contra sus labios, “nes caminaremos juntos. Pero quiero que sepas que mi corazón ya no me pertenece, te pertenece a ti para siempre.
” Rafaela sonrió con lágrimas en los ojos. “Y el mío te pertenece a ti para siempre.” Seis meses después, cuando las primeras flores de primavera comenzaron a brotar en el valle, los habitantes de San Rafael se acostumbraron a ver una pareja extraña trabajando en el rancho de los Mena.
Rafaela y Tenec habían convertido la propiedad en un lugar próspero, combinando las técnicas de cultivo mexicanas con la sabiduría apache sobre la tierra y los animales. Él había enseñado a ella los secretos de la casa y la supervivencia en el desierto. Ella le había mostrado cómo la paciencia y el cuidado podían hacer florecer incluso la tierra más árida.
Juntos habían creado algo nuevo, un hogar donde dos mundos diferentes se encontraban y se enriquecían mutuamente. Una tarde, mientras trabajaban juntos reparando la cerca del corral, llegó un visitante inesperado. Era un apache anciano con el cabello completamente blanco y el rostro surcado por innumerables arrugas. Montaba un caballo pinto y llevaba las insignias de un jefe tribal.
Tenec se incorporó lentamente y Rafaela vio como la sorpresa se reflejaba en su rostro. “Jefe Manuelito”, dijo con respeto, inclinando ligeramente la cabeza. “Tenec, hijo de mi hermano, respondió el anciano. He venido a buscarte. El Consejo Tribal ha decidido que tu exilio ha terminado. Los años han demostrado que tenías razón sobre los tratados de los hombres blancos. Te necesitamos de vuelta.
Rafael asintió como el corazón se le encogía. Sabía que este momento llegaría algún día, pero no se había preparado para enfrentarlo tan pronto. Tenec miró al jefe, después miró a Rafaela y finalmente habló con voz serena. Jefe Manuelito, agradezco que el consejo haya decidido perdonarme, pero mi lugar ya no está solo con nuestro pueblo. Mi lugar está donde mi corazón ha encontrado su hogar.
El anciano miró a Rafaela con ojos sabios y penetrantes, como si pudiera ver directamente en su alma. Esta mujer caminaría con nosotros, preguntó. dejaría su mundo para vivir en el nuestro. Antes de que Tenec pudiera responder, Rafaela se adelantó. Jefe Manuelito, dijo con respeto, caminaría hasta el fin del mundo, si eso significa estar junto a Tenec.
Pero también sé que él ha encontrado paz aquí en este valle que vigila desde las montañas. Quizás hay una tercera opción. El anciano sonrió por primera vez desde su llegada. Habla, mujer valiente. Y si ustedes vinieran a vivir aquí, este valle es grande, hay agua abundante y tierra fértil. Podrían establecer un campamento permanente y vivir en paz sin los tratados mentirosos de los hombres blancos.
El jefe Manuelito consideró la propuesta durante largo tiempo, mirando alrededor del valle con ojos de hombre que había vivido muchas batallas y había aprendido a valorar la paz. Es una buena idea, dijo. Finalmente, “Hablaré con el consejo. Tal vez sea tiempo de que nuestro pueblo encuentre un nuevo hogar lejos de las mentiras de los tratados.
” se quedó con ellos esa noche compartiendo historias alrededor del fuego y bendiciendo la unión de Tenec y Rafaela, según las tradiciones Apaches. Cuando partió al día siguiente, llevaba consigo la promesa de una nueva esperanza para su pueblo. Mientras veían alejarse al jefe Manuelito en la distancia, Rafaela y Tenec permanecieron abrazados junto al corral, viendo como el sol se ocultaba detrás de las montañas que habían sido testigo de su amor.
¿Crees que regresará con su gente?, preguntó Rafaela. Regresará, respondió Tenec con certeza. Y cuando lo haga, este valle se convertirá en lo que siempre debió ser, un lugar donde diferentes pueblos pueden vivir en armonía. Rafaela sonrió y se acurrucó más cerca de él. Dos mundos que se encontraron junto a un río. Murmuró, ¿quién hubiera pensado que de tanta violencia y dolor podrían hacer algo tan hermoso? Los mejores amores nacen de las peores tormentas”, respondió Tenec besándole la frente.
Y las mejores esperanzas brotan de la tierra más árida. Mientras las primeras estrellas comenzaban a aparecer en el cielo nocturno, los dos amantes contemplaron el futuro que habían elegido construir juntos. Un futuro donde el valor y la dignidad triunfaban sobre la injusticia, donde el amor verdadero podía florecer incluso en las circunstancias más difíciles y donde dos corazones heridos habían encontrado en el otro la sanación que tanto habían buscado.
El valle continuaría siendo testigo de su historia de amor, una historia que los abuelos contarían a sus nietos durante generaciones. La historia de una mujer que se negó a ser quebrantada y un guerrero que aprendió que la verdadera fuerza no está en la soledad, sino en encontrar a alguien por quien vale la pena luchar, alguien con quien vale la pena caminar hasta el fin de los tiempos.
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