Cállate y no digas una palabra.
La voz aguda rompió el silencio del estacionamiento como un rayo. Andrés Montalvo, director general de Montalvo Tech, se detuvo en seco con la llave del auto en la mano, justo antes de entrar a su BMW negro. La orden había venido… desde el asiento trasero.
Con el corazón latiéndole con fuerza, entrecerró los ojos para ver dentro del coche. Allí, encogida en la oscuridad, una niña afrodescendiente de no más de siete años lo miraba con los ojos muy abiertos, llenos de miedo.
—Están escuchando —susurró, señalando discretamente el edificio de oficinas detrás de él—. Tu socio y esa mujer rubia.
—Dijeron que vendrías ahora.
Andrés, con 53 años, jamás habría imaginado que una niña sin hogar le cambiaría la vida en cuestión de minutos. Fundador de una de las compañías tecnológicas más influyentes del país, había convertido un pequeño emprendimiento en un imperio de más de 250 millones de dólares. Durante casi dos décadas, había confiado ciegamente en su socio, Ricardo Torres, y en su asistente ejecutiva, Laura Méndez.
—¿Cómo entraste a mi coche? —preguntó con voz baja, mientras se sentaba en el asiento del conductor sin hacer movimientos bruscos.
—Una señora de limpieza dejó la puerta abierta al salir. Me metí cuando vi que hablaban de ti allá arriba —explicó la niña, sin dejar de mirar hacia los pisos superiores del edificio.
Sus ojos, aunque pequeños y rodeados de mugre, brillaban con una lucidez que desentonaba con su ropa sucia y el cabello enredado.
—Dijeron que mañana ya no tendrás nada. Que vas a firmar unos papeles que ni vas a leer.
A Andrés se le heló la sangre. Mañana era la reunión clave con inversionistas europeos para una fusión millonaria. Ricardo y Laura lo habían preparado todo. Todo parecía bajo control… hasta ahora.
—¿Qué más escuchaste? —preguntó, fingiendo revisar el teléfono mientras observaba las ventanas del piso 12.
—Que eres tan confiado como un perrito domesticado. Que mañana firmarás lo que ellos quieren… y pasado mañana tendrás que buscar trabajo como todos los demás. —La niña bajó la cabeza—. Dijeron más cosas feas, pero mi abuela siempre decía que los niños no repiten malas palabras.
Andrés sintió una mezcla de furia y, sorprendentemente, admiración. Esa pequeña acababa de arriesgarse para advertirle a un completo desconocido.
—¿Cómo te llamas?
—Samira. Y tú eres Andrés Montalvo, porque lo escuché muchas veces.
—¿Y ahora qué, me vas a llevar con la policía? —preguntó con voz temblorosa.
Andrés esbozó una sonrisa por primera vez en semanas.
—No, Samira. De hecho, tal vez acabas de salvar todo por lo que he trabajado toda mi vida.
Miró por el retrovisor. Las luces del edificio comenzaban a apagarse una por una. Sin duda, Ricardo y Laura estaban por bajar, seguros de que al día siguiente eliminarían del juego al hombre que confiaba en ellos más que en nadie.
Lo que no sabían era que un director general, acostumbrado a jugar con cifras, acababa de encontrar a su aliada más inesperada: una niña de la calle con más coraje que la mayoría de sus ejecutivos.
Y Samira, sin proponérselo, le había dado algo que el poder y el dinero no podían comprar: tiempo.
Mientras se alejaban del edificio, Andrés comenzó a atar cabos. Había señales que no había querido ver. Reuniones sin él. Archivos bloqueados. Excusas vacías. Todo cuadraba.
—¿Te dijeron algo más? —preguntó, mientras conducía lentamente por las calles nocturnas.
—La mujer dijo que confías en ellos como si fueran tu familia. Y que mañana te van a clavar el cuchillo sin que lo veas venir —respondió con rabia contenida—. Y también dijeron que a veces los perritos… muerden a sus dueños.
Esa última frase le dolió más que cualquier contrato traicionado. Quince años al lado de Ricardo, una década dependiendo de Laura, y ahora eran ellos quienes planeaban destruirlo.
—¿Dónde vives, Samira?
—En ningún lugar fijo —respondió con un encogimiento de hombros que le rompió el alma.
Andrés guardó silencio. Tenía muchas preguntas. ¿Por qué ella? ¿Por qué arriesgarse por alguien a quien ni siquiera conocía?
Pero en el fondo sabía que esa niña no sólo le había abierto los ojos. También le había recordado que la lealtad no se compra, se gana. Y que a veces, la persona que nadie toma en serio es la única capaz de cambiarlo todo.
Lo que iba a pasar al día siguiente ya no sería una trampa para Andrés. Sería una oportunidad.
Una oportunidad para hacer justicia.
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