“Mi querido Diego, si lees esta carta, significa que he muerto y finalmente conociste a Lucía. Sé que estarás conmocionado por no haberte hablado de ella, pero tenía mis razones. Lucía no es solo una chica a quien ayudé, es mucho más. Cuando la encontré bajo ese puente, vi en ella algo especial, la misma luz que tenías tú cuando nos conocimos. Las ganas de luchar, de levantarse, de creer que la vida puede ser mejor.
Diego, sé que cuando muera, volverás a ser ese hombre frío y distante que eras antes de mí. Sé que te encerrarás en el trabajo y olvidarás lo que significa vivir. Pero no quiero eso para ti. Lucía tiene un corazón tan grande como el tuyo, solo que ella lo muestra mientras tú lo escondes. Ayúdala como yo te ayudé a ti, y deja que ella te ayude a encontrar la alegría de vivir. No es casualidad que la hayas conocido hoy. Organicé todo para que pasara exactamente así. En el cajón de mi mesita encontrarás una llave, es de la casa del lago en Cuenca que compré en secreto. Es para Lucía. Es mi último regalo para ella y para ti. Te amo para siempre, Carmen.”
Diego se quedó sin aliento, lágrimas llenaron sus ojos al leer las palabras de su difunta esposa. Lucía, desconcertada, le preguntó: “¿Qué decía? ¿De qué se trata?”
Diego, con una mezcla de tristeza y asombro, respondió: “Carmen tenía razón en todo, como siempre. Me dijo que Lucía tiene el corazón que necesito, y que tú, Lucía, necesitas a alguien como yo.”
A dos horas de distancia, Diego y Lucía tomaron el coche hacia Cuenca. Lucía, aún sorprendida por todo lo que había descubierto, dijo: “No sé qué me escribió Carmen, pero yo no quiero nada más. Ya me dio todo.” Diego, con una sonrisa triste, respondió: “Es precisamente por eso que mereces lo que va a pasar.”
Cuando llegaron a la casa del lago, Lucía palideció al ver la llave en las manos de Diego. “¿Esto es para mí?”, preguntó incrédula. La casa, amueblada con gusto y cada detalle pensado especialmente para ella, la dejó sin palabras. En la mesa, había otra carta con su nombre.
“Querida Lucía, esta casa es el símbolo de la nueva vida que construiste. Pero sobre todo, es el lugar donde espero que puedas ayudar a Diego a encontrar la felicidad. Él necesita a alguien como tú, puro, genuino, lleno de vida, y tú necesitas a alguien como él, fuerte, protector, capaz de darte la seguridad que mereces. Cuídense mutuamente. Es mi último deseo. Carmen.”
Lucía, con lágrimas en los ojos, no podía aceptar el regalo. “No puedo aceptar todo esto”, susurró. “Carmen nunca aceptaba un ‘no’”, bromeó Diego. Esa noche, mientras observaba a Lucía en el jardín de su nueva casa, Diego comprendió que Carmen había orquestado algo mucho más grande que un simple regalo.
Los días siguientes fueron extraños para ambos. Lucía no podía creer que tuviera una casa propia, mientras Diego, por primera vez en tres años, pensaba en algo que no fuera su trabajo. Lucía, aún dudosa, le dijo a Diego: “No puedo aceptar esta casa, es demasiado.”
“Si no aceptas, probablemente vuelva a perseguirme en sueños”, bromeó Diego. “¿Todavía sufres mucho?” le preguntó. Diego, vulnerable, confesó: “Carmen era mi ancla. Sin ella, me siento perdido.”
Esa noche, Diego, por primera vez, habló abiertamente de Carmen. “Carmen me enseñó que el dinero no da felicidad”, dijo, mientras Lucía lo escuchaba fascinada. “Me enseñó el valor de la bondad y la generosidad.”
Lucía sonrió, pero antes de que pudiera decir algo, Diego la interrumpió: “Carmen me dijo que tú eras el hombre más bueno que había conocido. Siempre me veía lo mejor en las personas. En mí también. Y tenía razón.”
“¿Qué quieres decir, Diego?” preguntó Lucía, mientras tomaba su mano. “Las heridas que no curas se vuelven infecciones”, respondió Diego, citando a Carmen. “Y tú, Lucía, me ayudaste a curar las mías.”
“¿Quieres venir conmigo al cementerio mañana?”, preguntó Diego, “No quiero ir más solo.”
Lucía, con una sonrisa, respondió: “Será un honor.” Pero ninguno de ellos sabía lo que les esperaba el día siguiente.
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