Aquella tarde, el autobús número 12 iba abarrotado. Al anochecer, todos tenían prisa, deseando llegar rápido a casa. En la puerta de embarque, un anciano de cabello canoso, espalda ligeramente encorvada y manos temblorosas subió sujetando una vieja bolsa de tela. Llevaba ropa desgastada, sandalias de plástico viejas y rotas, y no destacaba en nada entre la ruidosa multitud.


El anciano caminaba lentamente, apoyándose en los respaldos de los asientos, pidiendo disculpas a los pasajeros del pasillo a medida que avanzaba. Pero eso solo hizo fruncir el ceño al cobrador del autobús —un joven de unos treinta años—. Ya estaba molesto porque había demasiada gente, empujones y tenía que gritar constantemente para mantener el orden. Al ver que el anciano aún luchaba por sentarse, refunfuñó:

—“¡Apúrese, abuelo! ¡Si sube al autobús debe saber dar paso a los demás, no ir tan lento, es muy molesto!”

El anciano se detuvo un momento y sonrió con suavidad:
—“Discúlpame, hijo, mis piernas están débiles y por eso camino un poco despacio.”

Esa respuesta irritó aún más al empleado. Subió la voz tanto que los pasajeros cercanos tuvieron que voltear a mirarlo:

—“¡Si está débil, no suba a la hora pico! ¡Está retrasando a todos, quién se hará responsable si perdemos el viaje?”

El anciano bajó la cabeza y no dijo nada más. En sus ojos asomó una leve tristeza, pero permaneció en silencio mientras buscaba un lugar donde sostenerse de pie. Varios pasajeros que presenciaron la escena se sintieron incómodos, pero todos tenían prisa y pocos intervinieron.

El autobús avanzó unos diez minutos. De pronto, desde el fondo, un hombre de mediana edad, bien vestido con un traje y de semblante solemne, se adelantó. Observó todo el autobús, luego detuvo su mirada en el anciano que estaba de pie, y se inclinó levemente:

—“Tatay*, ¿por qué viaja usted solo en un autobús como este? ¡Yo ya había enviado un coche para recogerlo!”