Mijaíl y Valeria se casaron en el verano de 1960, un verano raro de la Unión Soviética: había colas para el pan y había discursos en la radio, pero también había olor a tilos en las avenidas y chicas con vestidos claros riéndose en los parques.
Él tenía 24 años recién cumplidos y trabajaba como maquinista ayudante en los ferrocarriles; ella tenía 21, era menuda, de ojos claros y un carácter que parecía hecho de paciencia y acero al mismo tiempo. Se conocieron en la boda de un primo de él, bailaron un vals torpe, se miraron más de la cuenta y, como pasaba entonces, en tres meses ya estaban presentando papeles en el registro civil.
No fue un matrimonio de novela romántica ni de grandes lujos. Fue un matrimonio serio, de esos que se construyen a base de colgar cortinas donde antes había una manta, de coser botones, de levantarse a las cinco cuando hay turno doble, de guardar azúcar en un frasco “para cuando venga visita”. Desde el primer día, sin embargo, tuvieron un pacto: “No nos ocultamos nada”, dijo Valeria aquella primera noche en el cuarto de alquiler, mientras dejaba sobre la mesa su peine, su pañuelo y una pequeña caja de cartón donde traía sus hilos. “Si tú te enfadas, me lo dices. Si yo me enfado, te lo digo. Nada de silencio vengativo.” Mijaíl, que era un hombre sencillo, se lo juró sin pensarlo demasiado.

A lo largo de los años, cumplieron ese pacto casi como si fuera una ley. Hablaron de todo: del sueldo, de los rumores del trabajo, de los problemas de la hermana de Valeria, de las veces que a Mijaíl le ofrecieron “traer algo de Polonia” y él dijo que no. Se apoyaron siempre: cuando ella consiguió trabajo en la biblioteca del barrio, él le dijo que era lo mejor que podía haber hecho porque “las mujeres inteligentes hacen casas más cálidas”; cuando él se rompió la pierna en una helada y estuvo tres meses en yeso, ella le leía en voz alta novelas de Shólojov y le hacía sopa. No tuvieron hijos —un embarazo perdido y luego el médico que dice que “mejor no intentarlo más”— y eso, que a muchas parejas las quiebra, a ellos los volvió más compañeros todavía. “Entonces nos tendremos solo el uno al otro”, dijo Valeria, y lo dijo sin tristeza.
Pero había una cosa. Solo una. Una pequeña desobediencia a aquel pacto de “no nos ocultamos nada”.
Desde el primer invierno, cuando por fin consiguieron un rincón propio en el ático de un edificio comunal, Valeria subió al altillo —esa tablilla de madera polvorienta sobre el pasillo— y guardó allí una caja de zapatos. Era una caja común, de cartón duro, envuelta con una cinta ya gastada. No llevaba nombre. No estaba cerrada con candado ni con llave. Simplemente estaba ahí arriba, en un lugar al que uno no sube todos los días. Y estaba acompañada de una instrucción clarísima:
—Misha —le dijo ella un día, mirándolo muy seria—, hay una caja mía en el altillo. No la abras. Nunca. Pase lo que pase. No porque yo te oculte algo malo. Simplemente… no la abras.
Él la miró con los ojos abiertos.
—¿Ni siquiera si hay guerra? —bromeó.
—Ni siquiera si hay guerra —dijo ella, sin sonreír.
—¿Ni siquiera si están revisando el edificio?
—Ni siquiera. Esa caja es mía. Cuando tenga que verla alguien más, yo te lo diré.
Mijaíl era de otro tiempo. Era de esos hombres que, si su mujer decía “esto no”, pensaba: “Entonces esto no”. Así de simple. La dejó allí. A veces, cuando subía a buscar una maleta vieja o a guardar un abrigo de temporada, la veía, quieta, silenciosa, como si también lo estuviera mirando. Y la curiosidad le picaba como un mosquito. ¿Cartas de un novio anterior? No, no se parecía a Valeria. ¿Joyas? Tampoco, porque si tuviera joyas las habría vendido en los 90 cuando todo se puso difícil. ¿Fotos? ¿Algo de su madre? ¿Documentos de alguien? Pero cada vez que bajaba, Valeria lo miraba con esa mezcla de ternura y autoridad que ella tenía y él volvía a poner cara de “no sé nada”.
Pasaron los años. Vino el deshielo, vino Brézhnev, vino la televisión en blanco y negro, vino la ropa sintética, vino el café verdadero que traían los familiares de Riga. Cambiaron de piso: un dos habitaciones en la planta baja, con cocina propia y baño compartido solo con otra familia. Se compraron una lavadora. Se compraron un sillón. Se compraron incluso un refrigerador “ZIL”. Pero la caja de zapatos seguía en el altillo. Siempre. Iba de casa en casa con ellos, como un huésped mudo. Y siempre con la misma instrucción: “No la abras”.
—Valera —le decía alguna vez Mijaíl, ya más entrados en años—, ¿y si en esa caja hay algo que te puede hacer daño? ¿Y si es mejor que lo queme?
—No hay nada que me haga daño —respondía ella—. Solo hay algo que no necesitas saber todavía.
Y él, dispuesto a respetar la intimidad de esa mujer que había sido su familia en tiempos felices y en tiempos de colapso, se contenía. Pero la semillita de la curiosidad seguía allí, creciendo muy lenta, como crece la hierba entre las piedras.
✦ ✦ ✦
El tiempo siguió su marcha implacable. El socialismo se tambaleó, llegó el 91, se derrumbó la URSS, llegaron las tiendas vacías y luego las tiendas llenas pero imposibles de pagar, llegaron los nietos de los vecinos con zapatillas occidentales, llegó la nostalgia por los inviernos viejos. Mijaíl y Valeria envejecieron bonito: ella se hizo más redonda, más abuela; él se volvió más delgado, más huesudo, pero conservó la mirada limpia. Iban a caminar al parque, hacían fila juntos en la farmacia, se sentaban en la cocina a tomar té con mermelada.
Y nunca pelearon. Al menos, eso era lo que él veía.
Si alguien les preguntaba —y la gente preguntaba, porque 50, 55 años de matrimonio feliz despierta sospechas—, Mijaíl inflaba el pecho:
—Con Valeria nunca hemos tenido una pelea de verdad. ¡En sesenta años! Ni una palabra más alta que la otra. Vivir con una mujer así es una bendición.
Valeria sonreía, lo miraba con cariño y no lo corregía.
Pero Dios y el altillo sabían otra cosa.
✦ ✦ ✦
Luego llegó lo que llega a todos: la enfermedad.
No fue de golpe, no fue un accidente. Fue un agotamiento del cuerpo, de esos que avisan. Primero fue que Valeria se cansaba al subir las escaleras. Luego que le costaba hilar los pensamientos. Luego ese invierno con una neumonía que “no es nada” pero que la deja más tiempo en cama que de costumbre. Y finalmente, la frase que duele como cuchillo: “Es una insuficiencia… a su edad… podemos controlar, pero…”
Valeria lo entendió de inmediato. Siempre había sido una mujer práctica. Si el médico hablaba así, no era tiempo de hacer planes de diez años. Era tiempo de arreglar lo que estaba pendiente.
Un día de primavera muy pálida, lo llamó desde el dormitorio. Él estaba en la cocina partiendo pan negro.
—Misha… ven un momento.
Él se secó las manos en el paño y entró.
Valeria estaba sentada en la cama, con el chal sobre los hombros, las manos finas temblándole un poco. No tenía esa cara de “me duele” que había tenido otras veces. Tenía la cara de “hoy toca hablar”.
—¿Te acuerdas —dijo ella— de la caja de zapatos?
El corazón de Mijaíl dio un salto, como si tuviera veinte años y lo hubieran descubierto mirando donde no debía.
—Claro que me acuerdo.
—Hoy… —ella tomó aire—. Hoy me gustaría que la trajeras.
Él la miró, atónito.
—¿Seguro?
—Seguro. No quiero irme… —calló un momento—. No quiero irme de este mundo con una cosa que tú no sepas. Y tú llevas sesenta años preguntándote qué demonios hay ahí arriba. Hoy lo vas a ver.
Mijaíl, que había esperado ese permiso durante más de medio siglo, sintió de golpe una mezcla de emoción y de miedo. Porque la curiosidad era grande, pero también el temor de descubrir algo que cambiara la imagen de su mujer. ¿Y si había cartas de otro hombre? ¿Y si había dinero que ella había guardado sin decirle? ¿Y si había algún documento que demostraba que no se llamaba Valeria? ¿Y si…?
Subió al taburete, apartó la caja de herramientas, metió la mano en el altillo y la tocó. Estaba ahí, igual que siempre: cartón endurecido por los años, un poco de polvo, la cinta descolorida. La bajó con cuidado, como quien baja un tesoro o una bomba. La puso sobre la colcha. Se sentó al borde de la cama. Sus manos —unas manos anchas, de maquinista jubilado— temblaban.
Valeria le hizo un gesto.
—Ábrela.
Él pasó un trapo por la tapa, como si quisiera devolverle algo de dignidad al cartón. Luego, muy despacio, la levantó.
Y dentro… no había fotos eróticas, ni cartas extranjeras, ni documentos comprometidos. Había dos muñecas de punto. Una roja, otra amarilla. Pequeñas, muy bien hechas: cuerpo cilíndrico, cabeza redondita, trenzas de lana, ojos bordados. Parecían hechas por una abuela amorosa para regalar a una nieta. Mijaíl las tomó, una en cada mano, sin entender nada.
—¿Esto…? —alcanzó a decir—. ¿Esto es…?
—Mira bien —dijo Valeria con una sonrisa cansada—. Debajo.
Él apartó un pedazo de tela. Había, efectivamente, otra caja, más plana, rectangular. La abrió.
Ahí sí se quedó sin aire.
Estaban ordenados con una prolijidad soviética: fajos y fajos de billetes nuevos, muy bien doblados, con ligas. Rublos. Rublos modernos, no de los 80. Un montón. Él los miró como quien mira una montaña.
—Pero, Valera… —susurró—. Aquí debe de haber… —calculó mentalmente—. ¡Trescientos cincuenta mil! ¡Quizá más! ¿De dónde…?
La miró, confundido, y miró las dos muñecas otra vez.
—¿Y esto? ¿Qué… qué brujería es esta? ¿Estuviste haciendo muñecas vudú? ¿Las vendías a la mafia? ¿Qué es esto, mujer?
Valeria soltó una carcajada que la hizo toser.
—¡Ay, Misha, qué tonto eres! ¡Muñecas vudú, dice! —Se secó los ojos, porque la risa le había hecho salir lágrimas—. No, amor. Te lo voy a contar todo, porque ya toca.
Se acomodó en la cama, como quien se prepara para narrar una historia larga. Él, con las muñecas en la mano y los billetes abiertos sobre la colcha, parecía un niño atrapado robando mermelada.
—Cuando nos casamos —empezó Valeria—, ¿te acuerdas que vino mi abuela mamá Katia desde el pueblo?
—Claro. Trajo pepinos en salmuera y ese pan negro riquísimo.
—Y me habló a solas en la cocina. Me dijo: “Valeria, la ciudad es distinta del pueblo. Los hombres de la ciudad gritan menos, pero se enojan igual. Tú quieres un matrimonio largo. Yo estuve con tu abuelo 58 años. ¿Sabes cuál es el secreto?”
—¿Vodka? —aventuró Mijaíl.
—No —sonrió ella—. Me dijo: “No discutas. No te pongas al mismo nivel cuando él esté caliente. Cuando sientas que te sube el enojo, que te hierve la sangre, no respondas. Cállate. Vete a un rincón. Y tejes una muñeca. Una, dos, las que hagan falta. Tejes, tejes, tejes. Y cuando terminas, ya no tienes ganas de gritar. Luego vuelves y hablas normal. Así no rompes nada”. Eso me dijo.
Mijaíl abrió mucho los ojos.
—¿Y… lo hiciste?
—El mismo día que te casaste conmigo volviste borracho de la celebración —dijo Valeria, alzando una ceja—. ¿Te acuerdas?
—Bueno… estaban los chicos…
—Y dijiste que bailarías con la camarera porque “Valeria ya es mía”. A mí me ardió todo por dentro. Pensé: “Si le digo ahora lo que pienso, vamos a empezar a gritar y esto no va a parar”. Entonces me acordé de mamá Katia. Fui al cuarto, saqué la lana que me había regalado y tejí una muñeca roja. La primera.
—¿Esta? —dijo él, levantándola.
—Esa. Cuando la terminé, ya se me había pasado. Salí, te vi dormido en la silla. Te tapé con una manta y no dije nada. A la mañana tú me pediste perdón. Y esa fue nuestra primera “pelea” que no fue pelea.
Mijaíl se quedó mirándola, mezclando vergüenza y ternura.
—¿Y la amarilla?
—Diez años después. Cuando dijiste que ibas a dejar tu trabajo estable en el ferrocarril para irte con tu primo a no sé qué fábrica privada porque “ahora con la perestroika todo va a ser distinto”. Yo te dije que no me parecía, tú insististe, se nos acabaron los ahorros… —lo miró con cariño—. Yo quería gritarte. Que cómo eras tan imprudente, que cómo con 45 años te ponías a experimentar. Me fui al altillo y tejí una muñeca amarilla. Bajé calmada. Te dije: “Bueno, ve. Si no sale, vuelves.” Y salió más o menos. Y seguimos.
Él empezó a reírse. A reírse con todo el pecho. Era una risa de alivio, de algo que se acomoda.
—¡Dos muñecas en sesenta años! —dijo—. ¡Dos, Valera! ¡Eso quiere decir que te enojaste conmigo solo dos veces en toda la vida! ¡Yo sabía que era un buen marido!
—Espera, espera —dijo ella, levantando la mano—. Pregunta primero por el dinero.
Mijaíl volvió la mirada a los fajos.
—Sí… ¿y esto?
Valeria se reclinó en la almohada, victoriosa.
—Esto, cariño mío, es todo lo que gané vendiendo las otras muñecas.
Hubo un silencio.
Un silencio pesado, pero no de tragedia, sino de revelación. Mijaíl la miró, luego miró la caja. Luego la volvió a mirar.
—¿Las… otras… muñecas?
—¿Qué pensabas? —dijo ella, riéndose hasta que le dolió el costado—. ¿Que en sesenta años me enojé contigo solo dos veces? ¡Si eres un hombre! ¡Si vives en este país! ¡Si dejaste siempre las botas llenas de barro! ¡Si roncabas como una locomotora! ¡Si en el 87 me dijiste que la sopa estaba salada! ¡Si te olvidaste de nuestro aniversario de plata! ¡Si te pusiste del lado de tu hermana en aquella discusión absurda! ¡Si compraste un televisor sin preguntarme! ¡Si me trajiste un chalequito horrible de Riga! Misha, te quiero con toda mi alma, pero me has dado material.
Él soltó una carcajada incrédula.
—¿Cuántas…?
—Miles —dijo ella, orgullosa como una artesana—. Empecé vendiéndolas a las vecinas. Luego a las compañeras de la biblioteca. Luego en el mercado de los sábados. Luego, cuando llegaron los turistas, empecé a hacerlas “a la rusa”, con trencitas, con colores patrióticos… Me las quitaban de las manos. Cada vez que tú me hacías enfadar y yo hacía una muñeca, alguien la compraba. Y yo la guardaba. En rublos viejos, en rublos nuevos. Fui cambiando. Nunca lo gasté. Quería ver cuánto enojo se puede convertir en dinero.
Mijaíl estaba rojo de la risa y de la vergüenza.
—¿O sea que…? —dijo, limpiándose las lágrimas—. ¿Que toda la ciudad, todos estos años, ha jugado con mis… con mis metidas de pata?
—Con tus metidas de pata, con las de la vida, con las de tu jefe, con las de la época —dijo ella, guiñándole un ojo—. Porque te voy a decir una cosa, Misha: no solo tejí cuando tú me molestaste. También tejí cuando la vida me apretó. Cuando dijeron que no podíamos tener hijos. Cuando se murió mi madre y tú estabas en turno y no pudiste venir. Cuando cerraron la biblioteca. Cuando hicieron esa reforma absurda y nos quitaron la dacha. Cuando no teníamos para mantequilla. Tejí. Era mi manera de no gritarle al mundo. De no amargarme. De no amargarte.
Él la miró con una ternura que le brillaba en los ojos.
—¿Y por qué no me lo dijiste nunca?
—Porque no hacía falta —dijo ella—. Porque tú creías que tenías una esposa santa que no se enojaba nunca, y eso te hacía mejor marido. Porque yo tenía mi modo de sacar el veneno sin tirártelo encima. Porque… —bajó la voz—. Porque me divertía un poco verte tan orgulloso de “nunca peleamos”.
—¡Valera! —dijo él, fingiendo indignación—. ¡Me engañaste toda la vida!
—Te protegí toda la vida —rectificó ella—. Te protegí de mis palabras cuando estaban feas. De mis rabias cuando eran injustas. De mis hormonas cuando eran crueles. De mis dolores cuando no eran culpa tuya. Y de paso… —señaló el dinero—. Te hice un ahorro.
Él se quedó mirando los fajos como si fueran un tesoro encontrado en el patio.
—Trescientos cincuenta mil… —murmuró—. Con esto podríamos… —y de pronto se dio cuenta de algo—. Valera… tú ahora estás… —no supo cómo decir “muy enferma” sin que doliera—. ¿Por qué me lo das ahora?
—Porque no quiero que te quedes solo sin nada —dijo ella, simple—. Porque quizá no me quede mucho. Porque quiero que sepas que yo también hice algo en silencio por nosotros. Tú trabajaste tres turnos, hiciste averías, cargaste sacos. Yo tejí. Es menos épico, pero mira… —tocó los billetes—. También alimenta.
Mijaíl dejó las muñecas sobre la cama y le tomó las manos.
—Tú siempre alimentaste —dijo—. Con sopa, con cuentos, con paciencia… y con muñecas.
Se rieron los dos. Se rieron largo, como se ríe uno cuando se quita un peso de encima. Fue una risa rara, porque había tos de ella y lágrimas de él, pero fue risa al fin.
✦ ✦ ✦
Los días siguientes, Mijaíl empezó a mirar su vida con otros ojos. De pronto, episodios que había olvidado o que había contado de otra manera se iluminaron.
Recordó aquella vez, en el 73, que llegó furioso porque el jefe lo había humillado delante de todos y él, en vez de desahogarse con Valeria, se lo tragó. Ella le sirvió té, le acarició la espalda… y al día siguiente él la vio en la cocina con una madeja de lana azul. “Para la sobrina de Nina”, había dicho ella. No era para la sobrina de Nina. Era para no gritarle al mundo.
Recordó aquella vez que él había dicho, con toda su buena voluntad masculina, “¿para qué quieres otro abrigo, si ya tienes uno?”, y ella había sonreído y había dicho “tienes razón”… y esa noche se había quedado más tiempo en el cuarto. Estaba tejiendo. Recordó los 90, cuando él quiso vender el juego de té de su madre y ella casi se desmaya, pero no dijo nada… y después de cenar sacó el estuche de agujas.
Pensó en todas esas veces, cientos, miles, que ella pudo haber dicho “siempre lo mismo contigo, Misha”, “nunca escuchas”, “eres igual que tu padre”, “yo también estoy cansada”, “¿y yo qué?”, y no lo dijo. Lo convirtió en lana. Lo convirtió en ojos bordados. Lo convirtió en dinero.
Y entonces, una tarde, se sentó a su lado y le dijo:
—Valera… me enseñaste una cosa muy grande.
—¿A tejer? —bromeó ella.
—A tejer también, si me lo enseñas. Pero sobre todo me enseñaste que no todo lo que uno siente hay que tirarlo a la cara del otro. Que a veces lo puedes convertir en otra cosa.
—Eso me lo enseñó mamá Katia —dijo ella—. Yo solo lo reciclé.
—Voy a contarle esto a todo el mundo —dijo él, entusiasmado como un niño—. A los vecinos, a la hija de la vecina, a los del taller… ¡Nadie me va a creer!
—Cuéntaselo —dijo ella, riendo—. Van a pensar que exageras. Van a decir: “¿Cómo que no pelearon en 60 años?” Y tú les dirás: “Peleamos. Solo que en vez de romper platos, ella hizo negocio.”
✦ ✦ ✦
Valeria no se fue de un día para otro. Todavía vivió algunos meses. Meses suaves, de otoño. Mijaíl le leía, le traía flores del mercado, le preparaba sopas. Ella, ya sin fuerzas para tejer, le fue enseñando con las manos cómo hacer los puntos.
—Mira —le decía—. Entras aquí… sacas… no aprietes tanto… así… ¿ves?
—No tengo paciencia —refunfuñaba él.
—La paciencia se hace —decía ella—. Como las muñecas.
Cuando por fin ella cerró los ojos para siempre, lo hizo sin secretos. Él bajó la caja una vez más, la puso junto a su foto, tocó las dos muñecas que quedaban y las puso sobre el aparador como quien pone dos medallas. Luego abrió la caja del dinero y, después de pensar un rato, tomó un fajo y se fue al mercado.
Volvió con bolsas de lana de todos los colores.
La vecina del tercero, que lo vio, le preguntó:
—¿Para qué tanta lana, Mijaíl Ivánovich? ¿Va a empezar a hacer suéteres?
Él sonrió con esa sonrisa suya que ahora tenía un poquito de picardía de Valeria.
—No —dijo—. Voy a empezar a no gritar.
Y esa tarde, un anciano de manos grandes y torpes se sentó en la mesa de la cocina, en la misma silla donde durante sesenta años se había sentado una mujer paciente, y empezó a tejer su primera muñeca.
No porque estuviera enojado con nadie.
Sino porque, gracias a Valeria, había aprendido que el amor no es no enfadarse nunca. El amor, el de verdad, es saber qué hacer con el enfado para no romper lo que te ha costado una vida levantar.
Y si de paso te deja 350.000 rublos… mejor todavía.
News
EL BEBÉ DEL MILLONARIO NO COMÍA NADA, HASTA QUE LA EMPLEADA POBRE COCINÓ ESTO…
El bebé del millonario no comía nada hasta que la empleada pobre cocinó esto. Señor Mendoza, si su hijo no…
At Dad’s Birthday, Mom Announced «She’s Dead to Us»! Then My Bodyguard Walked In…
The reservation at Le Bernardin had been made three months in advance for Dad’s 60th birthday celebration. Eight family members…
Conserje padre soltero baila con niña discapacitada, sin saber que su madre multimillonaria está justo ahí mirando.
Ethan Wells conocía cada grieta del gimnasio de la escuela. No porque fuera un fanático de la carpintería o un…
“ME LO DIJO EN UN SUEÑO.” — Con la voz entrecortada, FERDINANDO confesó que fue su hermano gemelo, aquel que partió hace años, quien le dio la noticia más inesperada de su vida.
¿Coincidencia o señal? La vida de Ferdinando Valencia y Brenda Kellerman ha estado marcada por la disciplina, la fe y…
“NO ERA SOLO EL REY DE LA COMEDIA.” — Detrás de las cámaras, CANTINFLAS también guardaba un secreto capaz de reescribir su historia.
Las Hermanas del Silencio Durante los años dorados del cine mexicano, cuando la fama se tejía entre luces, celuloide y…
Me casaré contigo si entras en este vestido!, se burló el millonario… meses después, quedó mudo.
El gran salón del hotel brillaba como un palacio de cristal. Las lámparas colgaban majestuosas, reflejando el oro de las…
End of content
No more pages to load






