Mi mundo se vino abajo el día que mi papá me llamó mientras yo estudiaba en la biblioteca de la universidad. Estaba concentrada en mi libro de biología, rodeada de apuntes y con una taza de café al lado, cuando sonó mi teléfono.
“Emma”, dijo con voz tensa, “necesito que vuelvas a casa de inmediato”.
No explicó nada más. Solo colgó.
Asustada, recogí mis cosas y conduje hasta nuestra casa. Al llegar, encontré a papá, a su esposa Linda y a Jacob —su hijo de otro casamento— sentados en silencio en la sala. El ambiente era denso.
“Jacob se quedará con nosotros un tiempo”, dijo papá. “Y como la habitación de antes ahora es la oficina de Linda, él dormirá en la tuya.”
“¿Qué?”, dije atónita. “¿Y yo dónde voy a dormir?”
“Puedes quedarte en el campus”, respondió él como si fuera lo más normal del mundo.
“¡No tengo dinero para vivir en el campus todo el tiempo! Estoy trabajando medio turno solo para ahorrar para el próximo semestre.”
“Eres lista. Te las arreglarás”, dijo. “Jacob necesita un lugar donde quedarse. Tú tienes opciones. Él no.”
No lo podía creer. Mi propio padre me estaba echando para darle mi habitación a un hombre de 35 años que nunca se esforzó en nada.
Con lágrimas contenidas, empaqué mis cosas mientras Jacob se burlaba con una sonrisa en el rostro. Nadie me ayudó. Me fui con el corazón destrozado.
La vida en el campus fue dura. Un dormitorio minúsculo, estudios, trabajo a medio turno… pero logré salir adelante. Después de mucho esfuerzo, conseguí un mejor empleo y alquilé un pequeño apartamento. No era mucho, pero era mío.
Un día, Linda me llamó llorando.
“Emma, tienes que volver a casa. Es urgente.”
Cuando llegué, camiones de bomberos rodeaban lo que quedaba de nuestra antigua casa. Todo había ardido. Jacob había hecho una fiesta mientras papá y Linda estaban de viaje. Uno de los invitados prendió fuego sin querer.
“No teníamos suficiente seguro”, dijo Linda, llorando. “Perdimos todo.”
Papá, con lágrimas en los ojos, me miró.
“Lo siento, Emma. Nunca debí echarte. Esto es culpa mía.”
Sentí una mezcla de rabia, tristeza y compasión. “Tú tomaste tu decisión, papá. Ahora enfrentas las consecuencias.”
“¿Puedes ayudarnos?”, pidió.
Respiré hondo. Parte de mí quería dejarlos ahí. Pero no pude.
“Los ayudaré, pero las cosas tienen que cambiar. No voy a ser tratada como ciudadana de segunda clase en mi propia familia.”
Me agradecieron. Los dejé quedarse en mi apartamento mientras buscaban una solución.
Con el tiempo, empezamos a reconstruir la casa… y también nuestra relación. Papá consiguió un trabajo, Linda inició un pequeño negocio y yo seguí estudiando. Los fines de semana los pasábamos reconstruyendo ladrillo por ladrillo.
Y al final, el fuego que destruyó nuestra casa también quemó viejas heridas. Salimos más fuertes, más unidos y listos para seguir adelante.
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