De musa de “Love Story” a mujer que reconstruyó su vida entre la adicción, el duelo y la autenticidad

Ali MacGraw fue, durante un tiempo, el rostro de la inocencia en Hollywood. Con “Love Story” (1970) se convirtió en fenómeno cultural y en la actriz más solicitada del momento. Pero detrás de esa imagen luminosa había una historia que no encajaba con los finales felices del cine. Hoy, a los 85 años, la intérprete mira atrás y habla con calma —y sin adornos— de su relación con Steve McQueen, un amor tan magnético como devastador que marcó su destino personal y profesional.

Nacida en Bedford Village (Nueva York), MacGraw creció en un hogar turbulento, atravesado por el alcoholismo y las peleas de sus padres. La moda le ofreció una salida: bajo el ala de la legendaria editora Diana Vreeland, pasó de las editoriales a las cámaras, debutando en el cine con “Goodbye, Columbus” (1969). Su ascenso fue fulgurante. Conoció a Robert Evans, entonces poderoso ejecutivo de Paramount, se casaron en 1969 y tuvieron a su hijo Joshua. Evans apostó por ella para “Love Story”, cuyo éxito —y la frase “Love means never having to say you’re sorry”— la consagró.

El giro llegó en 1972 con “The Getaway”, de Sam Peckinpah. Evans aseguró para ella el papel de la esposa del protagonista, interpretado por Steve McQueen, el “rey del cool”. MacGraw ha reconocido que presintió el riesgo antes de empezar: “Sabía que me metería en un serio problema con Steve”. La química en el set fue inmediata y arrasadora. La relación entre ambos acaparó portadas, impulsó la taquilla… y dinamitó su matrimonio con Evans, que quedó descolocado por la traición pública.

En julio de 1973, MacGraw y McQueen se casaron. La boda parecía un cuento glamuroso; la realidad, no. McQueen impuso un acuerdo prenupcial y, sobre todo, una condición que cambiaría todo: que ella abandonara su carrera. En el punto más alto de su fama, Ali eligió el hogar de Malibú, las barbacoas junto al mar y una vida aparentemente tranquila. Detrás, sin embargo, crecían el control, los celos y la soledad. Él, marcado por una infancia de abandono, desconfiaba; ella, por miedo a perderlo, se amoldó. “Hice de cocinera, limpiadora, mujer sencilla”, escribiría después en sus memorias.

El idilio se fue resquebrajando. McQueen, entonces el actor mejor pagado del mundo, bebía en exceso, consumía drogas y era infiel con frecuencia. MacGraw, aislada y sin proyecto propio, cayó también en el alcohol. La tensión doméstica sustituyó a la pasión inicial. A mediados de los setenta, la actriz empezó a recuperar una voz que había silenciado: quería trabajar de nuevo. Según el biógrafo Mark Eliot, la respuesta de McQueen fue tajante: “En ese caso, nos divorciamos”. Ali aceptó “Convoy” (1978), otra vez con Peckinpah, y el matrimonio quedó herido de muerte. La separación se formalizó ese mismo año.

Dos años más tarde, en 1980, Steve McQueen murió a los 50 por mesotelioma pleural, un cáncer asociado al asbesto. Para Ali, el duelo fue ambiguo: convivían el amor y la rabia, el recuerdo de días maravillosos y de otros “espantosos”, como ella misma ha dicho. A comienzos de los noventa tocó fondo con su propia adicción y entró en tratamiento en el Betty Ford Center. Fue, asegura, un punto de inflexión: empezó a reconstruirse desde la sobriedad y la honestidad.

En 1991 publicó “Moving Pictures”, una autobiografía sin concesiones sobre su infancia, sus matrimonios, la fama y sus heridas. El libro conectó con lectores que vieron en su relato algo más que cotilleo: una cartografía del daño y la resiliencia. Poco después, dejó definitivamente Hollywood y se mudó a Santa Fe, Nuevo México. Allí encontró una vida distinta, de yoga, meditación, jardín y animales, lejos del ruido de la industria. Lleva más de 30 años sobria y lo celebra con una serenidad que antes le era ajena: “Ya no reescribo el pasado ni fantaseo con el futuro; intento vivir lo mejor que puedo el presente”.

MacGraw no volvió a casarse. Prefirió la amistad y el trabajo con propósito: en 2016 se reencontró en los escenarios con Ryan O’Neal en la gira de “Love Letters”, recordando aquella química que los hizo eternos para el público. También volcó su energía creativa en iniciativas con impacto, como su colaboración con Ibu, una colectiva que impulsa a artesanas de todo el mundo y celebra el oficio como forma de independencia, lo contrario de lo que un día cedió por amor.

Hoy, cuando habla de McQueen, no idealiza ni demoniza. Reconoce el magnetismo que la arrastró y la violencia sutil del control que la empequeñeció. Admite errores sin ubicarse en la victimización. Y, sobre todo, sostiene un mensaje que trasciende el chisme: la autenticidad tiene un costo, pero también una recompensa. Su vida —de estrella fulgurante a mujer sobria y dueña de sí— lo prueba.

Quizá por eso su testimonio conmueve: desnuda cómo, bajo el brillo del mito, pueden esconderse renuncias insoportables. Y también cómo, incluso entonces, es posible volver a elegirse.