Un ranchero solitario compró un terreno barato y descubrió por qué nadie lo quería. El sol del mediodía caía implacable sobre las tierras áridas del norte de México cuando Malachi Herrera bajó de su caballo frente a la oficina del notario en el pueblo de San Jerónimo. Sus botas levantaron una nube de polvo al tocar el suelo pedregoso de la calle principal. A los 35 años, este vaquero curtido por el sol había trabajado en ranchos ajenos toda su vida, soñando con el día en que tendría su propia tierra.

Buenos días, don Esteban. Saludó al notario, un hombre mayor de bigote canoso que lo recibió con una sonrisa nerviosa. Malachi, mi amigo, ¿estás seguro de esta decisión? Esa propiedad, bueno, ha estado abandonada por más de 5 años. Malachi se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente. Don Esteban, he ahorrado cada peso durante 15 años. 50 hactáreas por el precio de cinco es la oportunidad de mi vida. El notario suspiró y extendió los papeles sobre su escritorio de madera gastada

La familia Mendoza la vendía barata por una razón, pero sí insiste. Con manos callosas por años de trabajo duro, Malachi firmó los documentos que lo convertían en propietario del rancho Las Cruces. Salió de la oficina sintiendo una mezcla de orgullo y nerviosismo. Montó su caballo, un alazán llamado Canelo, y se dirigió hacia su nueva propiedad.

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El camino hacia el rancho serpenteaba entre mesquites y nopales, bajo un cielo azul intenso donde las águilas trazaban círculos lentos. Malachi notó que el sendero estaba completamente cubierto de maleza, como si nadie hubiera pasado por ahí en años. Sus pensamientos se interrumpieron cuando vio a un anciano pastor dirigiendo un pequeño rebaño de cabras. “Oiga, amigo!”, gritó Malachi acercándose. ¿Conoce usted el rancho Las Cruces? El viejo pastor, de piel bronceada y ojos hundidos, lo miró con expresión grave.

“Sí, lo conozco. ¿Por qué, pregunta, joven? Acabo de comprarlo. Soy Malachi Herrera. Los ojos del anciano se llenaron de preocupación. ¿Usted compró las cruces? Ay, hijo, esa tierra trae mala suerte. Los Mendoza la abandonaron después de, bueno, después de lo que pasó. ¿Qué pasó?, preguntó Malachi sintiendo un escalofrío a pesar del calor. El pastor negó con la cabeza, “Pregúntele a doña Carmen en el pueblo. Ella le puede contar mejor que yo. Solo le digo una cosa, tenga cuidado, especialmente por las noches.

” Sin decir más, el anciano siguió su camino, dejando a Malachi con más preguntas que respuestas. continuó hacia el rancho, pero ahora cada sombra entre los árboles parecía esconder algo siniestro. Al llegar a las cruces, Malachi entendió por primera vez la magnitud de lo que había comprado. La casa principal, construida de adobe y piedra, mostraba signos evidentes de abandono. Las ventanas estaban rotas, la puerta principal colgaba de una sola bisagra y la vegetación había comenzado a reclamar los muros exteriores

Pero era suya. desmontó cerca del porche y ató a Canelo a un poste que aún se mantenía firme. Al caminar hacia la entrada notó algo extraño, marcas profundas en el marco de la puerta, como si alguien hubiera tratado de forzar la entrada o de salir desesperadamente. El interior de la casa contaba una historia de abandono repentino. Los muebles seguían en su lugar, cubiertos de polvo y telarañas. Platos sucios permanecían en la mesa de la cocina, como si la familia hubiera salido corriendo en medio de una comida.

En la sala principal encontró un retrato familiar, un hombre de mediana edad con su esposa y tres hijos pequeños. Todos sonreían ajenos al destino que les esperaba. Mientras exploraba la casa, Malachi encontró un diario en el dormitorio principal. Las páginas amarillentas pertenecían a Eduardo Mendoza, el anterior propietario. Las primeras entradas hablaban de esperanzas y planes para el rancho, pero conforme avanzaba en la lectura, el tono cambiaba dramáticamente. 15 de marzo de 1884, los trabajadores siguen encontrando cosas extrañas en el campo norte, huesos viejos, restos de ropa.