
La noche de nuestro aniversario, una tensión extraña colgaba en el aire. Tolya y yo estábamos sentados en la mesa, rodeados de velas, risas y la melodía suave de la música de fondo. Pero algo había cambiado entre nosotros, algo que no se podía ignorar. Mientras me preparaba para levantar mi copa, observé que él, con un gesto sutil, rociaba algo en mi vaso. No era un simple movimiento, sino uno calculado, discreto, como si estuviera haciendo algo que sabía que no debía.
Sentí una oleada de incomodidad recorrerme, pero no dije nada. En lugar de beber de mi vaso, observé a su hermana, que estaba sentada cerca, ajena a todo. Aprovechando la distracción de la mesa, cambié mi vaso por el de ella, con la esperanza de que mi intuición estuviera equivocada, de que estaba paranoica.
Minutos después, el ambiente comenzó a tornarse inquietante. La música que antes parecía alegre ahora me hacía sentir un nudo en el estómago. Mi mirada se cruzó con la de Tolya, y al instante, un grito desgarrador interrumpió la calma de la noche. Su hermana se desplomó, la gente empezó a entrar en pánico, y Tolya palideció visiblemente.
Con el corazón acelerado, me quedé allí, observando, sabiendo que algo no encajaba. En mi mente, una sola pregunta resonaba: ¿Qué estás planeando, mi amor?
Ambulancia, caos, pánico. Tolya salió corriendo, y sin pensarlo, lo seguí en silencio. No podía creer lo que estaba escuchando cuando él murmuró: “No se suponía que debía beber… ¡Cambié los vasos!”
Mi mente se detuvo. La verdad me golpeó como un tren: mi marido había intentado envenenarme, y yo había sido solo un peón en su plan. Mi estómago se revolvió, pero me quedé quieta, observando cómo se desmoronaba. ¿Por qué? ¿Para qué? Habíamos vivido juntos durante tantos años, confiaba en él, lo amaba… o al menos lo creía.
Regresé a la mesa en silencio, intentando respirar con normalidad. La noche se alargó, y mi mente comenzó a formular un plan. Había sobrevivido, y la verdad, aunque aterradora, saldría a la luz. El destino me había dado una segunda oportunidad.
Al día siguiente, fui al hospital. Su hermana estaba débil, pero consciente, y los médicos confirmaron que si la dosis hubiera sido mayor, no habría sobrevivido. Gracias al destino pensé, y a mi instinto.
El tiempo pasó, y empecé a reunir pruebas. Conversaciones grabadas, recibos, mensajes de texto, todo lo que pudiera mostrar lo que había planeado mi esposo. Él no tenía idea de lo que se venía, pensaba que yo era la víctima en todo esto, pero él no sabía que me había convertido en cazadora. La guerra silenciosa había comenzado.
Una semana después, Tolya, preocupado por mi actitud, me propuso ir a un lugar tranquilo fuera de la ciudad. Perfecto pensé. Preparé las maletas, pero a escondidas, contacté con un detective privado. Tenía las pruebas. La venganza, en silencio, ya estaba en marcha.
Una noche, mientras nos sentábamos junto a la chimenea, él me sirvió vino, como siempre lo hacía. “Para nosotros”, dijo con una sonrisa forzada. Yo, con calma, respondí: “Para nosotros”, pero no toqué la copa.
En ese momento, alguien llamó a la puerta. Tolya se tensó. Me levanté y abrí la puerta, donde un policía y un detective privado estaban esperándome.
“Ciudadano Orlov, queda arrestado bajo sospecha de intento de asesinato”, dijo el detective, mientras veía la expresión de horror en el rostro de mi marido.
Y en ese momento, su mundo se desmoronó. Pero yo, por fin, me sentí en paz. Todo había cambiado, y la verdad finalmente había salido a la luz.
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