Sofía, visiblemente incómoda, dio un paso atrás.

—Lo siento, creo que hay un malentendido. Yo soy Sofía.

—¿De dónde eres? —preguntó Alejandro con urgencia.

—De Ronda, en Andalucía.

El impacto lo golpeó como un puñetazo. Ronda. El lugar donde él e Isabel pasaron sus últimas vacaciones, donde ella le confesó que estaba embarazada, donde soñaron con una vida juntos entre los olivares. El mismo lugar desde donde recibió la llamada que destruyó su vida.

—¿Cuándo naciste?

—15 de marzo de 1999.

Alejandro hizo los cálculos en su cabeza. Exactamente nueve meses después de la muerte de Isabel. El vértigo lo envolvió.

—¿Tu madre? ¿Cómo se llamaba tu madre?

Sofía lo miró con ojos entrecerrados, tratando de comprender.

—Isabel. Isabel Moreno.

El mundo se detuvo.

Alejandro sintió que todo a su alrededor comenzaba a girar. Isabel… no había muerto. No como le habían hecho creer. Había dado a luz. Había vivido. Y ahora su hija estaba frente a él, sin saber quién era él… sin saber quién era ella, en realidad.

Sacó la billetera con manos temblorosas. Extrajo una vieja fotografía.

—Esta es tu madre. Cuando tenía tu edad.

Sofía la tomó, atónita. Era como mirarse en un espejo del pasado. Idéntica. Incluso el lunar en el borde del ojo izquierdo.

—Dios mío… —susurró.

—Isabel me llamó el 15 de junio de 1998. Quería contarme algo importante. Pero nunca llegó. La policía me dijo que había muerto. La identificaron por su bolso y su documentación. Pero… ¿y si hubo un error?

Sofía negó lentamente con la cabeza.

—Mi madre… siempre me dijo que mi padre había muerto. Que no lo conocí porque nunca supo cómo contactarlo.

—No te mintió del todo… te protegió. No sé por qué, pero lo hizo.

Los inversores suizos, desconcertados, ya no existían para Alejandro. El contrato de 200 millones quedó olvidado sobre la mesa.

—Sofía —dijo con voz quebrada—. Tienes que venir conmigo. Tenemos que hablar.

—No puedo dejar el trabajo —respondió ella, aún en shock—. Si me voy, me despedirán.

Alejandro se giró hacia el maître, que ya observaba la escena con atención.

—Ella se va conmigo. Yo compensaré al restaurante… y a ti —añadió mirando al jefe de sala.

Sofía seguía paralizada. No podía comprender lo que ocurría. Su mundo, cuidadosamente construido, se tambaleaba. De camarera humilde a hija de un multimillonario en cuestión de minutos. ¿Y si era cierto? ¿Y si ese hombre, que parecía conocer cada gesto de su madre, era realmente su padre?

Alejandro le tendió la mano.

—Solo necesito unos minutos. Después, si quieres… puedes volver aquí como si nada hubiera pasado.

Ella dudó.

Pero algo en la mirada de ese hombre la hizo confiar. El mismo brillo melancólico que veía en los ojos de su madre cada vez que escuchaba una canción de amor antigua. El mismo que a veces veía en sus propios ojos, sin saber de dónde venía.

Tomó su mano.

Y con ese gesto, el pasado dejó de ser un secreto.