Llovía aquel día, como si el cielo reflejara el ánimo de la señora Anguer — una mujer que acababa de ser echada de la casa por el hombre con quien había compartido su juventud. Su hijo de tres años la tomaba de la mano, confundido, sin entender por qué debían salir a la calle bajo la fría lluvia.
El señor Mugier —su esposo— estaba de pie en el porche, con el brazo rodeando la cintura de una joven. Sus ojos eran fríos, indiferentes, como si despidiera a una extraña. La señora Anguer no lloró. Apretó los labios, sostuvo con firmeza la mano de su hijo y se alejó en silencio.
De repente, la tía de Tuan, llamada Gazju, corrió tras ella. Le metió un fajo de dinero en la mano y se burló:
—Toma esto y alquila una posada unos días. Solo son tres días. Vuelve después… y verás una sorpresa.
Huong la miró sin decir una palabra. No necesitaba dinero de una tercera persona, pero no le quedaba nada en las manos. Por su hijo, aceptó.
Los tres días pasaron lentamente. Huong y su pequeño se alojaron temporalmente en la casa de una vieja amiga. No podía dormir por las noches, no porque extrañara su matrimonio, sino por el dolor de imaginar a su hijo creciendo sin el amor de un padre. Se culpaba por haber elegido al hombre equivocado.
En la mañana del cuarto día, regresó a su antigua casa. No porque albergara esperanzas de reconciliación, sino porque las extrañas palabras de Tram no la dejaban en paz: “Verás lo inesperado…”
La puerta se abrió. La escena la dejó sin aliento.
La casa estaba hecha un desastre. Muebles tirados por todos lados, vasos rotos en el suelo, un caos absoluto. En una esquina, el señor Tuan estaba sentado en el suelo, con las manos cubriéndose la cabeza, el rostro apagado, el cabello desordenado. No había rastro de Tram.
Huong se quedó de pie, inmóvil. Hasta que él levantó la mirada, sus ojos estaban llenos de arrepentimiento y agotamiento.
—Ella me dejó… —susurró Tuan—. Se llevó el dinero, los teléfonos, el coche. Todo… fue para engañarte. Esta casa también será embargada por el banco.
Huong permaneció en silencio. Entró despacio, con su hijo dormido sobre el hombro. Lo colocó con cuidado en una silla, se sirvió un vaso de agua, como si jamás hubiera sido expulsada de aquel lugar.
Tuan siguió hablando, como si no pudiera guardarse nada más en el corazón:
—Ella solo quería probar si yo realmente sería capaz de dejar a mi esposa e hijo. No pensé que lo haría. Pero en estos tres días lo entendí… Todo lo que tengo, te lo debo a ti.
Ella lo miró. Aquel hombre que una vez fue su apoyo, su amor… pero que la había arrojado a ella y a su hijo a la calle sin piedad. Ya no había reproche en sus ojos, ni rabia. Solo la serenidad de quien ha tocado fondo y ha aprendido a levantarse.
—Tres días… que para ti se sintieron como una vida entera. Hermana, dame una oportunidad… Me equivoqué —balbuceó él, con la voz entrecortada.
Huong no respondió de inmediato. Miró a su hijo, dormido en sus brazos. Luego dijo, suave pero firme:
—No necesito tus disculpas. Pídeselas a tu hijo —por tu egoísmo y tu furia. Pensaste que encontrarías la felicidad abandonando lo que te era familiar, pero olvidaste que, a veces, lo más valioso está justo frente a tus ojos.
Tuan bajó la cabeza. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Huong se levantó, tomó a su hijo y se dispuso a marcharse. Pero, al llegar a la puerta, se volvió y dijo:
—No te odio. Pero tampoco puedo regresar. Empezaré una nueva vida —por él, y por mí. Y tú… si te queda un poco de conciencia, aprende a valorar lo que aún tienes.
Y se fue. Esta vez por decisión propia. Ya no era una mujer echada ni herida, sino una mujer que elegía su propio camino.
La historia no fue larga, pero dio de qué hablar en todo el vecindario. La gente lamentaba al hombre que perdió a una buena esposa, y admiraban a la mujer que supo soltar cuando ya no había esperanza.
¿Y Tram? Nadie supo más de ella. Algunos decían que solo quería darle una lección a Tuan. Otros, que era una estafadora. Pero para Huong, ella fue el espejo que reveló el verdadero corazón humano: cuando la codicia se mete con la felicidad ajena, al final siempre hay consecuencias.
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