Marta sonrió con gentileza, pero no cedió. Estaba convencida de que había algo que merecía ser visto, documentado, sentido. No creía en espíritus ni en ovnis, aunque reconocía que el lugar tenía una energía diferente. Le fascinaban los espacios liminales, esos que estaban entre lo habitado y lo abandonado, entre lo humano y lo salvaje.
El 5 de abril de 1994, Marta se despidió por última vez de alguien. Una carta enviada a su madre desde un pequeño pueblo llamado Ojinaga, escrita a mano y con letra serena, decía:
—Mamá, no te preocupes, estoy bien. Persigo la imagen perfecta, esa que uno siente en el pecho antes de abrir el obturador. Te prometo que volveré antes de que te des cuenta.
Pero no volvió. Pasaron días, luego semanas. Las autoridades locales iniciaron una búsqueda discreta. Algunos voluntarios, incluido Aurelio, recorrieron los caminos de tierra marcados por el polvo y la sequía. Nada, ni una prenda, ni una huella, ni una llamada. Su desaparición se convirtió en una sombra entre los pobladores. Algunos inventaron historias: que había sido secuestrada por narcotraficantes, que cayó en un pozo, que se unió a un culto secreto en las montañas. Otros decían simplemente que el desierto se la había tragado.
Seis años después, la historia tomó un giro inesperado. En julio de 2000, una tormenta eléctrica azotó el norte de Chihuahua. La lluvia cayó con fuerza sobre una tierra que llevaba meses seca, arrasando caminos de tierra, derribando postes y erosionando capas de polvo acumuladas por años. Dos días después, un grupo de trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad llegó a un valle deshabitado a unos 100 km de Colyame. Entre la grava y el lodo reciente, Julio Márquez encontró una mochila desgastada por el sol, con parches de tela europea cosidos a mano.
Dentro había una libreta de tapas negras, una cámara analógica parcialmente dañada y un pañuelo bordado con las iniciales MF. Julio avisó al supervisor. Todos pensaron lo mismo: la española. La mochila fue entregada al consulado de España en Ciudad Juárez, y la noticia reavivó viejas preguntas. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo se conservó tanto tiempo casi intacta? ¿Por qué apareció justo después de la tormenta, como si alguien quisiera que la encontraran?
La libreta contenía notas sueltas, algunas en español, otras en inglés, mezcladas con coordenadas geográficas y observaciones sobre formaciones rocosas. Hacia las últimas páginas, el tono cambiaba:
El silencio aquí no es natural, se siente vivo. Hoy escuché pasos. Estoy sola, pero no lo estoy. Si esto llega a alguien, por favor, dile a mi madre que no me rendí. No fue un accidente. Hay algo aquí.
Los peritos forenses confirmaron que la letra coincidía con cartas anteriores de Marta. El análisis de la cámara reveló que el rollo aún podía recuperarse parcialmente. Un laboratorio especializado logró revelar once fotografías: tres de paisajes áridos, dos de formaciones rocosas extrañas, y una, la más impactante, mostraba una figura humana de espaldas, borrosa, entre dos estructuras naturales que formaban un pasaje estrecho. Marta no estaba sola.
Pero lo más desconcertante fue que, pese a una búsqueda adicional con drones, sensores térmicos y georradares, no se halló rastro humano alguno. Solo fragmentos del cuaderno contenían frases inquietantes:
La piedra me habló con un eco que no era mío. No estoy alucinando. Hay algo más viejo que el lenguaje en este lugar.
La madre de Marta, doña Emilia Ferrer, ahora de 73 años, viajó a México por primera vez desde la desaparición. Frente al lugar del hallazgo, con el pañuelo en las manos, solo dijo:
—Ahora sé que mi hija luchó. No sé contra qué, pero no se rindió.
Las fotografías reveladas mostraban horizontes desolados, arcos y pasajes estrechos, figuras geométricas talladas en piedra y, en la séptima imagen, una silueta de espaldas, distinta a Marta. La novena fotografía mostraba el cielo nocturno con las estrellas ligeramente movidas, como si Marta hubiera intentado una larga exposición, y en la esquina inferior derecha, una figura oscura parecía observar entre las piedras.
Laura Hidalgo, antropóloga visual, experta en documentación de zonas rurales mexicanas, examinó las imágenes y dijo con desconcierto:
—Estas fotos no tienen sentido. Si ella estaba sola, ¿quién la fotografió en la imagen número 12?
En esa fotografía, Marta aparecía de perfil, apuntando la cámara hacia la nada, ajena a la presencia de quien tomó la foto. La investigación se reabrió, pero no se encontraron rastros ni estructuras, solo fragmentos de su cuaderno, con frases que desafiaban la comprensión:
Hay algo más viejo que el lenguaje en este lugar.
Doña Emilia cerró los ojos por varios segundos y murmuró:
—Mi hija no se volvió loca. Ella vio algo, lo registró, y por eso… por eso desapareció, pero no en vano.
El misterio de Marta Ferrer continúa, uniendo curiosidad, valentía y lo inexplicable, dejando a quien lo conoce con la pregunta que nadie se atreve a responder: ¿Qué secretos guarda realmente el desierto de Chihuahua?
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