¿Te gustó el tequila, papá?
Miguel preguntó eso tres horas después de haber llegado a mi casa con un moño ridículo y una sonrisa que no le tocaba los ojos. Yo estaba sentado en la cocina con la puerta del patio abierta para que entrara el olor de la albahaca. El sol ya se movía hacia la azotea del vecino y las sombras de mis macetas parecían dedos largos sobre el mosaico. Contesté sin pensarlo, con la misma franqueza que usé toda mi vida para decir lo que iba y lo que no iba:
—Se lo di a tu suegro. Le encantó.

Al otro lado del teléfono no se oyó ni una mosca. Nada. Silencio de cuarto velatorio. Y luego, como si alguien le apretara el cuello por detrás, salió la voz de Miguel, rota:
—¿Cómo que… se lo diste?
Voy a empezar por la mañana, porque las cosas se entienden mejor si se acomodan en orden. Me llamo Aurelio Mendoza, tengo setenta y tres. Fui soldador cuarenta años en la González, una metalúrgica en el oriente de Guadalajara. Al principio soldábamos tanques para agua, después estructuras para almacenes y un tiempo hasta piezas que dijeron que iban a mandar a Estados Unidos. Mis manos ya tiemblan tantito cuando agarro la taza, pero todavía me acuerdo cómo sonaba el soplete cuando la boquilla quedaba bien calibrada y el metal se abría como mantequilla caliente.
Ese día amaneció gris, raro. No llovía, pero el cielo andaba atorado. Me levanté a las cinco, porque uno a esa hora ya no pelea con la costumbre. Puse café de olla sin azúcar, recio, y salí al patio. Las hojas de mis tomateras tenían gotitas de rocío, y en la barda había una lagartija que me mira cada mañana como preguntando si ya me voy a morir o qué. Mi casa es chiquita, pero es mía. Dos cuartos, sala que también hace de comedor, cocina justa y un patio lleno de cosas que Consuelo, mi difunta, dejó marcadas: las macetas con nombres escritos a mano, una cajita de madera con semillas, un retazo de mantel que nunca quiso tirar. A mí esa casa me huele a ella cuando caliento tortillas.
Miguel había dicho: “Voy temprano, pa, a festejarte. Te llevo una sorpresa”. “Sorpresa” es palabra peligrosa cuando la dice alguien que trae prisas en el alma. A las nueve en punto se oyó su camioneta. Una Toyota blanca nueva de esas que no se ensucian ni con lodo, como si el plástico viniera bendito. Tocó tres veces: toc-toc-toc. Igual que cuando era niño y yo le abría con la mano llena de grasa del taller.
—Feliz cumpleaños, pa —dijo, y me abrazó sin apretar, sin quedarse, nomás por cumplir.
Venía muy arreglado, camisa azul que yo mismo le regalé en Navidad y pantalón de mezclilla oscuro. En la mano traía una bolsa de papel donde asomaba una etiqueta dorada.
—Para el mejor papá de Jalisco —soltó, ese tono medio de anuncio que le sale cuando quiere que uno se trague algo.
Sacó la botella: un Herradura añejo de esos que uno mira en la vitrina y sigue de largo porque la pensión no alcanza para caprichos. Brillaba como trofeo. Yo la sostuve con cuidado, como quien le agarra la cara a un bebé.
—Está muy bonita —le dije—. Pero ya casi no tomo, mijo. Me mareo con nada.
—Ándele, pa, es su cumpleaños. Un traguito nomás. Además, es especial.
Como dijo “especial”, me dio comezón en el cogote. No supe por qué. Esas intuiciones nacen de algún lugar que no enseña la escuela. Le dije que mejor al rato, con la comida. Se le torció un poquito la boca, como si un diente le doliera. Cambió de tema:
—Oiga, ¿y el testamento?
Me reí por no patear. El cumpleaños y el testamento son dos palabras que no van juntas ni aunque las fuerce uno con abrazaderas.
—¿Y a ti qué te importa hoy eso? —le respondí.
—Nada, pa. Es que uno tiene que prever. Patricia y yo ya ve… —yo lo miré, y se atascó—, bueno, que las cosas estén en orden.
Le dije lo de siempre: que yo ya dejé en claro que la casa y mis ahorros serían por partes iguales para mis tres: Miguel, Rosa y Javier. A Miguel se le afilaron los ojos como cuando ve una cifra grande.
—¿Y cuánto tiene ahorrado, pa? —preguntó, ahora sí sin máscara.
—Lo justo para no andar pidiendo —le respondí, seco.
No insistió. O se guardó la insistencia para otra esquina. Propuso brindar. Era todavía temprano, pero sacó la navaja y le cortó la funda a la botella de un tirón, como quien destapa una sorpresa que le urge entregar. Del gabinetito saqué dos caballitos. Cuando volví con los vasos, él ya tenía el corcho en la mesa y la botella abierta. Sirvió. El mío un pelín más lleno. “Salud”, dijo. Y en ese momento tocaron la puerta.
—¿Esperas a alguien? —me soltó, rápido, casi con susto.
—No. A ver quién es.
Abrí. Era don Fernando, el papá de Patricia. Mecanico viejo, manos con cicatrices, sonrisa de barrio.
—¡Don Aurelio! Muchas felicidades. Mire, mi hija me mandó con este pastel, con permiso —y entró.
Miguel se quedó pálido como la cal en la barda. Saludaron fuerte, “suegro” pa’ acá y pa’ allá. Don Fernando vio la botella y chifló bajito.
—¡Ah, caray! De la buena, señor. Nada que ver con lo que uno compra para la botanita los viernes.
No sé por qué lo hice, pero lo hice. Serví un tercer caballito y se lo puse enfrente.
—¿Nos echamos una? Es feo guardar regalos sin compartir.
Miguel dio un paso adelante.
—No, esa botella era para mi papá. Es especial.
Yo pensé: “¿Otra vez con su ‘especial’?”. Don Fernando la olió.
—Huele suavecito —dijo—. A ver, salud por el cumpleañero.
Bebimos. A mí me ardió parejo, como siempre. A don Fernando le gustó de inmediato y pidió otro. Miguel no sonrió ni una vez. Se le endureció la mandíbula. Tomamos un tercer traguito. Don Fernando se fue a la media hora con una rebanada de pastel envuelta en aluminio. Miguel se quedó nomás el rato suficiente para preguntar si iba a estar “solo, solo”. Le dije que no, que Rosa vendría en la tarde y que Javier, tras el trabajo. Se fue con un apretón de manos flojo.
Tres horas después sonó el teléfono y fue cuando le solté: “Se lo di a tu suegro”. Ahí se rompió algo que ya estaba tronado. Miguel, desesperado, empezó a preguntar cuánto había tomado don Fernando, si estaba bien, si no se había mareado, si… Un aullido. No palabras. Como si le hubieran clavado un clavo por dentro.
—¿Qué te pasa, chamaco? —le dije—. Me estás asustando. ¿Qué tiene esa botella?
Clic. Me colgó.
Lo siguiente lo hice con el estómago apretado. Marqué a don Fernando.
—¿Cómo anda?
—Medio raro, don Aurelio —contestó—. Me subió como una calentura y me pega un mareo gacho. Patricia me está dando un té de no sé qué.
—Que lo lleve ya al hospital. No pierda tiempo —se me trabó la voz—. Diga que sospecha de envenenamiento.
—¿Envenena… qué?
—¡Váyase! Yo alcanzo allá —y colgué.
Me quedé viendo la botella sobre la mesa. Dorada, bonita, muda. Por dentro se me encendió un foco que no quería prender. Miguel, mi primogénito, el de los números, el ordenado, el “ejemplo para sus hermanos”, insistiendo en que yo tomara a las nueve de la mañana, preguntando por el testamento, con esa palabra: “especial”.
Sonó de nuevo. Miguel.
—Pa… ¿cómo se siente?
—Bien. ¿Por qué no habría de sentirme mal?
—No… por nada. Oiga, voy a pasar otra vez.
—No vengas —le dije—. Voy yo a tu casa. Y me vas a explicar qué carajos le pusiste a mi tequila.
No esperé respuesta. Me puse camisa limpia, botas de trabajo, los pantalones buenos. Antes de salir llamé a Rosa y a Javier: que fueran a mi casa, que iba a necesitar los dos y que no preguntaran por teléfono. Agarré la camioneta vieja, esa que suena a matraca, y manejé hasta la colonia nueva donde Miguel vivía rodeado de pastitos que cortan todos igual. Afuera, la Toyota; junto a ella un Tsuru blanco con placas de Jalisco.
Toqué fuerte. Abrió Miguel con los ojos enrojecidos y las manos temblonas.
—Pásate —le dije empujándolo con el hombro.
En la sala estaba Patricia, pálida, con uniforme de enfermera, y un tipo flaco, moreno, con maletín: se presentó como el doctor Ramírez, “amigo”. No le tomé la mano.
—Vamos al grano —dije, sentado frente a los tres—. ¿Qué traía esa botella?
Miguel tragó saliva.
—Nada… pa. Yo…
El “amigo” fue el que habló sin que yo se lo pidiera: voz de consultorio barato.
—Don Aurelio, era un sedante. Pentobarbital. En dosis altas… —calló cuando le vi la mirada.
—¿Cuánto le echaste, Miguel?
Silencio. Patricia lloró ese llanto de lágrima bien ensayada.
—Mucho —admitió al fin Miguel—. Para que durmieras. Para que… descansaras.
—Descansar —le repetí la palabra como si me la hubieran echado en el café—. ¿Y quién te dijo que yo quería descansar de vivir?
—Tú estás triste desde que murió mamá —se atrevió—. Ya no… —no terminó.
Me puse de pie. No me reconocí el tono:
—Triste no es lo mismo que querer estar muerto. Y si algún día yo quiero morirme, Miguel, te juro por lo que más te duela que no te pido ayuda.
El doctor sacó un frasquito del maletín.
—Fue esto —dijo—. Queda un poco. Quince mililitros iban a ser suficientes.
—¿Y don Fernando? —pregunté.
—Si ya está atendido, puede salvarse. Pero le va a pegar —dijo el “doctor”.
Patricia se apretó las manos.
—Fue mi culpa, don Aurelio. Yo llevé el frasco —murmuró—. Miguel decía que era lo mejor. Que usted sufría.
—¿Lo mejor para quién? —les dije—. ¿Para el que hereda y para la novia que no quiere suegro pobre dando lata?
Miguel quiso acercarse. Dio un paso y yo levanté la palma. No me tocó.
—No era por dinero —mintió tan mal que se escuchó la mentira caer en el piso.
—¿No? ¿Y por qué preguntaste por mis ahorros? —Se me rieron solas las palabras—. ¿Cuánto debes?
Contestó como niño reprobado.
—Doscientos cincuenta mil.
Vi a Patricia: bajó la mirada. Al doctor: también. Me fui a la puerta.
—¿A dónde, pa? —Miguel intentó detenerme.
—A la policía. Y a que te quiten, legalito, las manos del cuello de tu padre.
No quise oír más. Ya me había tragado suficiente ponzoña por ese día.
Rosa y Javier alcanzaron mi casa antes de que yo saliera a la comandancia. Les conté todo con la botella sobre la mesa. Rosa lloró de rabia; Javier quería subir a la camioneta a buscar a Miguel a golpes. Les pedí dos cosas: que Rosa grabara mi testimonio, clarito, por si algo pasaba; y que Javier llevara la botella al laboratorio en cuanto el Ministerio Público la recogiera, para que no digan que era cuento de viejo.
En la comandancia olía a café quemado y a colilla vieja. El oficial de guardia primero nos miró como si fuéramos el chiste de la tarde, pero al ver la botella y oír “hospital” le cambió la cara. El comandante Rodríguez —un señor de bigote gris que conoció a mi hermano Raúl porque también trabajó en la González cuando hubo un robo, hace años— tomó mi denuncia. Les di nombres, apellidos, dirección de Miguel, placa de la Toyota. El comandante habló al Hospital Civil. Confirmaron que don Fernando había entrado con signos de intoxicación por sedantes. Todos nos pusimos serios. Mandaron patrullas por Miguel, por Patricia y por el doctor. A mí me pasaron a firmar papeles. Cuando por fin salí ya era de noche.
Esa misma noche agarraron a Patricia. Al doctor, no; se escabulló. Miguel no estaba en su casa. A la mañana siguiente supimos por Patricia que Miguel podía irse con un primo que le dicen el Checo, en Tijuana. Pasó lo que pasa: lo agarraron allá, queriendo esconderse en un cuarto de azotea detrás de un taller que olía a gasolina. Lo trajeron de vuelta. Me llamaron para carearlo.
Yo no quería verlo, pero fui. Cuando entró a la sala de interrogatorios, parecían diez años más viejo. Al verme, lloró como cuando se pegaba de niño con la bici. Quiso decirme que fue un error, que el negocio está mal, que Patricia, que el amor, que el descanso. Lo escuché porque soy su padre, pero no le creí porque también soy hombre y sé cuando alguien se arrepiente de haber hecho daño y cuando nomás está asustado por el castigo.
—No te voy a perdonar —le dije—. No porque sea un hombre duro, sino porque ya no eres mi hijo. Mi hijo no me habría querido matar.
No discutiré si eso se dice o no se dice en una sala así. Lo dije. Me lo creí. A veces la boca habla antes que la cabeza, pero esa tarde habló mi espalda, toda mi vida cargada a pulso.
El juicio tardó meses, como todo en este país. Mientras, don Fernando peleaba por volver a caminar. La indemnización que reclamó el Ministerio Público se destinó a sus terapias, y yo cada semana iba con una bolsa de pan y un rato largo de plática al hospital. Si un día el mundo me hubiera pedido escoger entre salvarme yo o salvar a ese viejo, no sé qué habría elegido, pero la vida decidió por su cuenta, como siempre.
El día del juicio el juzgado parecía cine. Periodistas, curiosos, estudiantes, familiares que no venían a vernos a nosotros sino a ver el espectáculo. Estaban Patricia y el doctor, los dos con abogados que les hablaban bajito al oído. Y estaba Miguel, flaco, con la barba mal recortada. Buscaba mis ojos como si yo fuera una llave. No se la di.
Me llamaron a declarar. Conté lo que aquí les cuento. Lo conté con las fechas claras, sin adornos. Cuando el defensor me preguntó si de plano no me daba compasión por “la difícil situación económica del acusado”, señalé a don Fernando, que estaba sentado con bastón:
—Mi compasión está con él, que va a batallar toda su vida para amarrarse las agujetas. No con quien quiso hacer negocio con la muerte de su padre.
El juez fue frío y correcto. Dijo “alevosía” y “premeditación” y “ventaja” como si estuviera leyendo una receta de cocina. Nombró el pentobarbital, habló de la confianza filial traicionada y, como agravante, del daño a tercero. Cuando pronunció “veintidós años de prisión”, yo no sentí alegría ni ganas de llorar. Sentí… reposo. Una piedra acomodándose al fin en el lugar donde iba. Patricia recibió quince. El doctor, doce. Ordenó también la reparación del daño para don Fernando.
—¿Algo que decir? —preguntó el juez.
Miguel, con la cara hecha agua, pidió perdón. Al juez, a mí, al mundo. Dijo que él convenció a todos, que su desesperación lo empujó. Luego volteó a verme:
—¿Me perdonas, pa?
Me paré, caminé al frente. Dije lo que ya le había dicho en privado, pero ahora para que lo oyera hasta el último curioso:
—El hijo que yo tuve se llamaba Miguel y ya se murió. Tú eres otra persona. A los hijos se les perdona. A los criminales les toca justicia.
Quizá me juzguen por eso. Yo ya me juzgué solo muchas noches antes de dormir. Hay decisiones que te ayudan a seguir viviendo contigo mismo. Esta fue una.
Un año después me tocó otro cumpleaños. Rosa llegó con los niños, Javier con su esposa, y don Fernando con su bastón y una sonrisa más derechita. Plantamos una hamaca y colgamos papelitos de colores en el aguacate. A mí me dolía, sí, pero otro tipo de dolor: no el de la traición fresca, sino el agujero que deja alguien que ya no está. Ese día nadie pronunció el nombre de Miguel. No por venganza, sino por salud.
—¿Sabe qué día es hoy, aparte de su cumpleaños? —me dijo don Fernando con su voz de taller.
—A ver.
—El día que usted me salvó. Si en lugar de darme ese trago se lo toma usted, se nos muere. Y si no denuncia, le vuelven a intentar. Nos salvó a los dos, quiere o no.
Lo miré. Tenía razón. Guardamos silencio un momento, oyendo a los niños corretear, el golpe leve de la hamaca, el ruido de la licuadora haciendo escándalo porque Rosa decidió que un cumpleaños merece agua de guayaba.
Por la tarde vino el comandante Rodríguez a dejar unos papeles. Me trajo copia de la sentencia con sellos y todo. Platicamos en la puerta.
—No crea que todos tienen el valor de denunciar a un hijo —me dijo.
—No es valor, comandante. Es respeto. Si yo me aguanto, me falto al respeto. Y si le enseño a mis otros dos que todo se perdona nada más por la sangre, les miento.
—Tiene razón —respondió, con esa solemnidad de los hombres que han visto demasiadas cosas feas.
Se fue. Yo guardé la sentencia en el cajón donde Consuelo ponía las fotos de los bautizos. Le puse encima el rosario que ella usaba en misa, no por santurronería, sino como quien pone piedra sobre papel para que no lo levante el viento.
Esa noche, ya sin visitas, salí al patio. Olía a tierra regada. En el cielo no se veía ninguna estrella, pero se oía a los grillos. Me serví un caballito de tequila —de otra botella, de una que me trajo Javier, comprada entre todos— y brindé solo. Dije en voz bajita:
—Salud, Consuelo. Llegamos.
Me quedé pensando en los nombres que nos vamos ganando con lo que hacemos: padre, hijo, suegro, criminal, víctima, amigo. Cada nombre pesa distinto. El de “padre” me sigue pesando igual. A veces me duele en los hombros más que un día largo con máscara y soplete. Pero todavía puedo con él.
Al día siguiente fui al mercado a comprar jitomate y cebolla. La señora de las flores me regaló un manojo de albahaca “por el cumpleaños, don Aurelio”. Caminé de regreso despacio, porque ya no hay prisa para nada. Pasé frente a una licorería y, por puro impulso, entré. Miré las vitrinas con botellas viejas, etiquetas elegantes, niñas bonitas con sombreros. El encargado me ofreció un Herradura añejo “de esos que se antojan en la sobremesa, jefe”.
—Gracias, joven —le dije con una sonrisa—. Hoy no.
Me fui a casa. En la barda, la lagartija me volvió a mirar como haciendo cuentas. Le dejé una migaja de pan. Adentro, la olla tiraba el hervor y el patio olía a ajo dorado. Puse música de Javier Solís en un radio que se niega a morir. Coloqué tres platos sobre la mesa: el mío, el de Rosa, el de Javier. Ese es mi testamento, pensé: dar de comer, escuchar, no mentir. Lo demás son papeles.
A veces me preguntan si extraño a Miguel. Extraño, sí, la risa del niño que fue. Extraño su mano en la mía cuando lo enseñé a andar en bicicleta y el raspón en la rodilla que curé con alcohol. Extraño la vez que me trajo una calificación perfecta y me abrazó como si yo fuera el mundo. Al hombre que intentó matarme no lo extraño. A ese lo enterré el día que se llevaron la botella al laboratorio.
Cuando me despierto muy temprano y el patio está callado, cierro los ojos y escucho el sonido que más he amado: el soplete abriendo el hierro y cantando parejo. A veces creo que la vida es eso: unir piezas con una luz muy caliente, sostener firme, no cerrar los ojos, y aceptar que una chispa puede quemarte la piel si te distraes. Yo me distraje una mañana. Por suerte, el destino tocó la puerta a tiempo y se tomó tres caballitos que no eran suyos. A veces la suerte llega disfrazada de suegro con pastel. A veces la justicia llega disfrazada de juez flaco que apenas parpadea. Y a veces la paz llega en una taza de café, en el olor de una planta que Consuelo dejó viva para que yo aprendiera a respirar de nuevo.
¿Que si el tequila estaba bueno? Sí. Pero estaba mejor el silencio de esa noche, cuando por fin dormí sin poner la mano bajo la almohada. Estaba mejor la carcajada de mis nietos embarrándose de betún. Estaba mejor ver a don Fernando hacer dos pasos sin bastón y burlarse de su propia torpeza. Estaba mejor, sobre todo, mirarme al espejo y poder decirme, como tantos años frente al soplete: “Quedó bien, Aurelio. Quedó derecho”.
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