Era una tarde calurosa en Guadalajara cuando Saúl “Canelo” Álvarez decidía visitar su antiguo barrio después de una entrevista.
Al pasar frente a la primaria Miguel Hidalgo, la campana de salida sonó y los niños comenzaron a llenar las aceras. Entre el bullicio, un alboroto captó su atención.
Un grupo de niños formaba un círculo en la plaza frente a la escuela, y en el centro, un niño de unos 9 años mantenía los puños en alto frente a una niña pequeña que se aferraba a su mochila rosa.
“¡Dejen a mi hermana en paz!”, gritó el pequeño con voz temblorosa pero decidida. “Si la molestan otra vez, van a conocer mis puños”. Tres chicos mayores lo rodeaban con sonrisas burlonas.
Uno de ellos, el más alto, lo empujó, provocando risas crueles. “¿Y qué vas a hacer, Carlos? ¿Llamar a tu papá? Ah, cierto… no tienes”, se burló el agresor. La niña, con lágrimas silenciosas, se escondía detrás de su hermano.
Carlos, sin vacilar, respondió: “No necesito a nadie. Puedo defenderme solo”. Cuando uno de los abusadores intentó agarrar la mochila de su hermana, el niño lanzó un jab izquierdo seguido de un recto derecho, impactando en la nariz del agresor. Aunque la técnica era imperfecta, el instinto era evidente. “Me las vas a pagar, enano”, gritó el chico mayor, limpiándose un hilo de sangre.
Fue entonces cuando Canelo decidió intervenir. Su presencia imponente llamó de inmediato la atención. “¿Hay algún problema aquí?”, preguntó con su característica voz grave.
El silencio se hizo inmediato. Los rostros pasaron del enojo a la sorpresa y luego a la incredulidad. “Es… ¡es Canelo Álvarez!”, murmuró uno de los niños, retrocediendo.
Carlos se quedó paralizado, con el puño derecho aún en alto. “Yo… yo solo protegía a mi hermana”, balbuceó bajando lentamente los puños. Canelo lo observó detenidamente, notando callos incipientes en sus nudillos y una determinación en su mirada que le resultaba familiar. “Lo estabas haciendo bastante bien”, respondió el boxeador con una leve sonrisa. “Ese recto derecho tiene buena intención”.
Los abusadores comenzaron a retroceder, murmurando disculpas. “La próxima vez, piénsenlo dos veces antes de molestar a alguien más pequeño”, les advirtió Canelo, con una autoridad innegable. Lupita, la hermana de Carlos, miró con asombro al famoso boxeador. “Gracias, señor”, susurró. Carlos, todavía incrédulo, logró decir: “Siempre veo sus peleas en el teléfono de mi mamá. A veces practico solo”.
Conmovido, Canelo le preguntó si conocía La Academia, su antiguo gimnasio. Carlos asintió, explicando que solía pararse en la ventana a mirar, pero que las clases eran muy costosas. Sin dudarlo, el boxeador sacó su teléfono y llamó a su entrenador. “Raúl, sigo en la academia. Voy para allá y llevo a alguien conmigo”.
Cuando llegaron al gimnasio, Raúl observó con interés a Carlos. “Muéstrame esa mano derecha”, pidió. Carlos lanzó un golpe al aire. “No está mal para alguien sin entrenamiento”, comentó el entrenador. Canelo se acercó y corrigió su postura: “Mira, así debes mantener la muñeca”. Con paciencia, le enseñó a alinear correctamente el puño con el antebrazo.
Durante media hora, el campeón dedicó su atención exclusivamente a Carlos, enseñándole fundamentos básicos. “Este chamaco tiene algo especial”, murmuró Raúl. “Me recuerda a ti cuando llegaste aquí”.
Cuando Lupita anunció que debían irse antes de que su mamá llegara a casa, Carlos bajó los brazos con decepción. “Gracias por todo, señor Canelo. Nunca olvidaré este día”. Pero el boxeador no había terminado. “¿Dónde viven exactamente?”, preguntó. “En Lomas del Paraíso, a unas 20 cuadras”, respondió Carlos.
“Mi chofer está afuera”, dijo Canelo. “Podemos llevarlos, y así conozco a su mamá. Me gustaría hablar con ella”. Los ojos de Carlos se abrieron con asombro. “¿Va a venir a nuestra casa?”, preguntó incrédulo. “No es muy bonita como las mansiones donde usted vive”. Canelo sonrió. “Las casas no hacen a las personas, chamaco. Yo también crecí en una casa humilde”.
Mientras se dirigían al auto, Raúl llamó a Canelo aparte. “¿Qué estás pensando, Saúl?”. El boxeador respondió: “Este niño tiene algo especial. Todos recibimos ayuda en algún momento. Alguien creyó en mí cuando era como él”.
El trayecto a Lomas del Paraíso transcurrió con Lupita contando animadamente la historia. Carlos, en silencio, sonreía. Su vida estaba a punto de cambiar.
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