Nam aún era demasiado pequeño para entender los problemas de los adultos. Solo sabía que, antes, cada noche su madre le contaba cuentos de hadas y su padre lo cargaba sobre los hombros para dar vueltas por el patio. Hasta que un día, de repente, ambos desaparecieron de su pequeño mundo.
El niño fue enviado a vivir con su abuela paterna, una mujer anciana de vista cansada y pasos vacilantes. Ella lo quería con todo su corazón, pero no podía llenar el inmenso vacío en el alma de aquel niño.
Una tarde de lluvia intensa, Nam se sentó junto a la ventana mirando las gotas golpear el techo de hojalata. Con voz temblorosa preguntó:
—Abuela, ¿por qué mamá tarda tanto en volver conmigo?
La anciana, con un nudo en la garganta, solo pudo acariciar su cabeza:
—Hijo, tu madre ahora… vive en otro lugar, ya no regresará.
Pero Nam era demasiado pequeño para comprender. En su mente inocente, pensaba que si mamá se había ido, en algún momento volvería. O quizá, si él la buscaba, seguro la encontraría. Con esa idea, salió corriendo bajo la fuerte lluvia.
Las calles estaban cubiertas de agua. Vestía un viejo impermeable, sus pies pequeños chapoteaban en charcos helados. La gente vio a un niño caminando solo, murmurando entre lágrimas:
—Mamá… te estoy buscando…
Tropezó y se raspó la rodilla, pero se levantó enseguida, decidido a seguir. En su recuerdo, el camino hacia el mercado era donde su madre solía llevarlo. Allí debía estar.
Un transeúnte se detuvo, preocupado:
—Pequeño, ¿a dónde vas solo con esta lluvia?
Nam levantó los ojos enrojecidos:
—Voy a buscar a mi mamá. Me dejó hace mucho…
Las palabras desgarraron a los adultos que escuchaban. Algunos intentaron llevarlo a casa, pero él se resistía entre sollozos:
—¡No! Tengo que buscar a mamá, ella me espera.
La noticia de un niño de 4 años caminando bajo la lluvia en busca de su madre corrió por el vecindario. Una vecina lo reconoció y fue a avisar a la abuela. La anciana, aterrada, corrió como pudo, con el corazón encogido, hasta que encontró a su nieto empapado bajo el alero de una casa, mirando al vacío con ojos tristes.
Lo abrazó fuerte, pero el niño rompió a llorar:
—Abuela, ¿mamá de verdad me abandonó?
Las lágrimas de la anciana se mezclaban con la lluvia. No sabía qué responder. Su nieto no tenía la culpa. La culpa era de los adultos egoístas, demasiado ocupados en su propia felicidad para pensar en el corazón de un niño.
Y entonces, como un milagro, apareció una silueta conocida. Era su madre, Mai. Ese día había regresado de visita, sin imaginar la escena que presenciaría.
Nam alzó la vista, incrédulo. De pronto, sus piernecitas flaquearon y estalló en llanto. Corrió hacia ella gritando con desesperación:
—¡Mamá, ya volviste conmigo!
Aquel grito inocente y desgarrador dejó a todos en silencio. Una frase tan simple, pero que contenía todo el anhelo de amor materno.
Mai lo estrechó contra su pecho, con el corazón hecho trizas. Desde que se había vuelto a casar, creyó que todo estaba en orden. Pero en ese instante comprendió que su hijo seguía siendo su alma, su vida entera. Ningún hombre, ningún nuevo hogar podía reemplazar esos ojos llenos de inocencia.
Llorando, susurró entre sollozos:
—Perdóname, hijo… Me equivoqué. Desde ahora nunca más te dejaré.
La lluvia seguía cayendo, pero dentro de aquel abrazo había un calor indescriptible. Nam secó sus lágrimas contra el pecho de su madre, aferrándose a ella con todas sus fuerzas, temiendo perderla otra vez.
Ese día, la imagen del niño de 4 años caminando bajo la lluvia en busca de su madre, y sus palabras: “¿Mamá, ya volviste conmigo?”, hicieron llorar a millones. Muchos comprendieron que, mientras los adultos se pierden en egoísmos y disputas, lo único que anhelan unos ojos infantiles es un abrazo y la presencia de su madre.
Y desde ese momento, Mai decidió dejar atrás lo superficial y volver junto a su hijo. Porque entendió que no existe felicidad más grande que acompañarlo en su infancia, sin importar la pobreza ni las tormentas que azoten afuera.
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