— No te preocupes, mamá. Ella no recibirá ni un centavo — se jactaba el marido, sin saber que su esposa lo estaba escuchando a escondidas.

Marina volvía a casa agotada. Era una tarde otoñal común, laboral y húmeda. En las bolsas llevaba pan, leche, un paquete de trigo sarraceno, manzanas. En el portal se sentía ese olor a humedad y col fermentada, y la bombilla del segundo piso parpadeaba con un ritmo nervioso, como una alarma escondida.

Subiendo al tercer piso, casi sin pensar, se dirigió hacia la barandilla cuando vio que la puerta del apartamento de su suegra, en el segundo piso, estaba entreabierta. En ese instante, la voz de André, su esposo, resonó desde adentro.

— No te preocupes, mamá. Todo ya está arreglado. El apartamento, según el contrato prenupcial, es mío. Ni siquiera sabrá cómo se quedará sin nada. La firma es como verdadera.

Marina se detuvo. El corazón se le hundió en los pies.

— Así es, hijo — respondió la suegra—. No te di heredero, no hay nada que dejarle. Ella es un malentendido temporal.

Marina se pegó a la pared, apretando las bolsas con fuerza, como intentando anclarse a la realidad. Sin hacer ruido, subió lentamente, como una sombra.

***

Marina cerró la puerta tras de sí y con lentitud dejó caer las bolsas sobre la mesa de la cocina. Uno se rompió, el pan se deformó, las manzanas rodaron por el suelo – ni siquiera intentó atraparlas. Simplemente se sentó en el taburete junto al radiador, mirando al vacío.

Las frases del piso de abajo golpeaban en su cabeza con la fuerza de un martillo en metal: «Ni siquiera lo sabrá… La firma es como verdadera…»

¿De verdad? ¿Creía que no iba a darse cuenta?

Todo había comenzado con «comodidad». Seis años atrás, al elegir el apartamento, André hablaba con seguridad, como si ya hubiera tomado la decisión.

— El apartamento de mamá está un piso abajo. ¡Eso es un plus! Siempre cerca. Ella ayudará, cuidará. Además, con la hipoteca será más rápido. Todo tiene sentido, Marish.

Él llamaba eso «apoyo familiar».

Marina entonces solo asentía. No sabía discutir. Ni quería. Lo importante era tener su casa. Su territorio. Aunque con hipoteca, pero sin alquiler, sin condiciones ajenas.

Registraron la propiedad a nombre de ambos. Luego empezaron los papeles.

— Firma esto — dejaba André sobre la mesa de la cocina junto a la taza de café —. Todo es estándar, lo pide el banco.

O:

— Los abogados dijeron que es para seguro. Solo formalidades.

Ella firmaba. No por ingenua, sino porque confiaba. ¿Quién revisa formalidades con la persona con la que vives, comes, duermes, compartes cama y deuda?

La suegra, Nadezhda Semyonovna, no ocultaba su descontento desde el principio:

— Fría eres. Ni cariña ni sonrisa. Eres un informe con piernas.

Marina no contestaba. Solo callaba. Solo cuando André se iba, al trabajo o al gimnasio, se permitía relajarse. Respiraba profundo, como subiendo una montaña.

La suegra se metía en todo: cortinas, vajilla, frecuencia de «citas matrimoniales» como ella decía, hasta la sopa.

— Sin sal. ¿Sabes cocinar?

Marina no sabía replicar. Solo hacía su trabajo: lavar, pagar cuentas, limpiar los sábados, ordenar la ropa por colores.

Vivía según reglas. Pensó que eran propias. Resultó que eran ajenas.

Y ahora, todo lo que ella consideraba «cosas técnicas», detalles firmados entre líneas, era un arma. Contra ella. Firmado con su propia mano.

Sentada en la cocina, mirando la manzana que había rodado bajo el refrigerador, por primera vez pensó:

«¿Y si nunca viví, solo estuve registrada?»

***

Marina no dijo ni palabra. Ni esa noche, ni durante la cena, ni a la mañana siguiente con el café. Todo como siempre: André desayunaba rápido, se quejaba del tráfico, le daba un beso en la mejilla y salía dando un portazo. Pero ella ya no lo miraba al irse.

Cuando se fue, abrió el cajón inferior del escritorio. La carpeta con documentos allí estaba, como siempre, al descuido. Con temblor en las manos, revisó papeles. Entonces vio la tapa: «Contrato Prenupcial».

Dentro, su nombre, el de él y las condiciones que establecían que el apartamento, en caso de divorcio, quedaba para él.

Fecha: un mes antes de la boda.

Firma: suya. Casi.

Miraba esa firma largo rato. Era casi la suya, pero no del todo. Nunca había trazado una M con esa inclinación.

Dos horas después estaba en un café junto a una ventana, frente a su amiga Svetlana, estudiante de derecho.

— Esto es falsificación — dijo Svetlana navegando los escaneos—. Necesitamos una pericia. Mientras, silencio. No demuestres nada.

Esa misma noche Marina colocó un pequeño grabador en el recibidor, debajo del aparador. Luego tomó fotos de la firma en el documento y la comparó con la de su pasaporte.

Al día siguiente grabó la voz de André, desde el baño:

— Tranquila, mamá. Ella no ha notado nada… Continuará en el primer comentario.