El viento del mediodía levantaba remolinos breves sobre la tierra roja, como si el desierto practicara sus suspiros. Un auto gris dibujó una estela de polvo y desapareció hacia la ruta. Quedó atrás el silencio y, en medio de ese silencio, un niño. Tenía tres años, una mantita celeste que ya no protegía de nada y una pierna derecha torcida desde el nacimiento. Se llamaba Benjamín, aunque nadie lo llamó por su nombre en ese momento. Solo dijo “mamá” con los labios agrietados, y la palabra cayó al suelo como una semilla que no encuentra dónde germinar.
A aquella mujer que apretó el volante hasta que se le blanquearon los nudillos la llamaban Mónica. Su mirada, atrapada en el espejo retrovisor, no buscaba evitar baches ni lagartos, sino confirmar que el bultito azul se hacía, por fin, pequeño. Le tembló la mandíbula y, con un gesto casi orgulloso, subió el volumen de la radio para acallar cualquier resto de duda.
El sol encendió a Benjamín como una brasa. Caminó a trompicones hasta que el cuerpo dijo basta y cayó sobre una costra de sal reseca. La mantita celeste, pegajosa de sudor, le cubrió media espalda. Lloró sin lágrimas. Soñó agua. Soñó una sombra. Despertó con la nariz oliendo a cuero viejo, tabaco que hacía tiempo no se fumaba y menta. “Tranquilo, changuito”, le dijo un señor de manos enormes, agrietadas como la tierra. “Ya estás conmigo”. Lo alzó como se alza lo frágil: con fuerza y cuidado al mismo tiempo.
El señor se llamaba Lucho Ramírez y vivía en una pieza de adobe al borde de una parcela donde los algarrobos ya eran viejos cuando él era joven. No tenía esposa, ni hijos, ni perros; solo la costumbre de hablarle a las plantas para recordar su propia voz. Fue él quien vio los caranchos en círculo y entendió que el desierto avisaba. Fue él quien corrió —sí, corrió, aunque las rodillas le crujieran— y encontró al pequeño ardiendo por dentro. Lo cargó pegado al pecho y caminó de regreso midiendo el paso con la respiración del niño.
Esa noche, el desierto dejó de ser enemigo y se hizo abrigo. Lucho mojó un paño, le bajó la fiebre con paciencia y le acercó a los labios una infusión tibia de peperina. El niño tragó por reflejo. Cuando volvió a abrir los ojos, vio el techo de caña y la lámpara de querosén, y vio al viejo sentado en una silla de totora vigilando que el mundo siguiera. “Benjamín”, murmuró el chico, como si se presentara ante el aire. Lucho repitió el nombre, intentando que sonara natural en su boca: “Benjamín”.
A la mañana siguiente fueron como pudieron a la ruta. Un camionero con cara de perro cansado, Esteban, detuvo el camión y los acercó al hospital de la provincia. La doctora Ramírez —nada que ver con Lucho; coincidencias que hace el mundo chico— recibió al niño con la prisa templada de quien sabe que hay cosas que no admiten demora. Suero, gasas, una crema para apagar el sol en la piel. “Va a salir”, dijo la doctora, y Lucho asintió con la obediencia con que se acepta una buena noticia.
Después vinieron preguntas. Una trabajadora social de voz clara, Carmen, anotó: “Benjamín. Tres años. Malformación congénita en la pierna derecha. Hallado en zona desértica por Lucho Ramírez”. ¿Familia? El niño alcanzó a decir un nombre: “Mónica”. Nada más. No había denuncias de desaparición. No había fotos. No había nadie golpeando puertas. El expediente era delgado: solo contenía al niño.
Lucho pidió entonces lo que no estaba en ningún protocolo: “Déjenmelo conmigo hasta que aparezca alguien. No tengo mucho, pero tengo tiempo, y un techo, y… ganas”. Carmen lo miró largo rato, como si la bondad debiera verificarse contra la luz. La doctora puso su firma con una seguridad que no explicó. Y así, con papeles provisorios, Benjamín marchó a la casa de adobe como quien vuelve de un naufragio con la mitad del barco, pero con la fe intacta.
Al principio el niño vivía encogido, como si todavía hiciera calor sobre su piel. Dormía aferrado a la mantita celeste. Se despertaba aullando por alguien que no venía. Lucho aprendió a no interrumpir esos gritos con palabras, sino con presencia: se sentaba al borde del catre, esperaba a que el llanto encontrara cauce, le acercaba agua. Por las tardes, bajo el algarrobo, le tallaba con un cuchillo sin punta animalitos de madera: un quirquincho, un puma, una llama que parecía perro. “Este sos vos”, le dijo señalando al más chiquito, un zorro con una oreja rota. “Astuto, más fuerte de lo que parece”. Benjamín lo acarició como si fuera de verdad.
Con los meses, la casa se llenó de voces: la de Carmen, que venía a llevar y traer papeles; la de la doctora, que explicaba ejercicios para fortalecer el músculo; la de Esteban, el camionero, que a veces dejaba frutas y hablaba de rutas como quien cuenta cuentos. Benjamín fue sumando palabras a su vocabulario como quien planta semillas: “riego”, “mate”, “amanecer”. Aprendió a caminar “a su modo”, como decía Lucho, con un aparato ortopédico que brillaba al sol con una dignidad modesta.
El cuarto cumpleaños, el niño sopló velitas clavadas en una tortilla azucarada. Pidió un deseo. “Que seas mi abuelo para siempre”, dijo después, como quien avisa que ya lo había decidido. Lucho miró el cielo y, sin decirlo, se prometió durar lo más que pudiera.
Duró siete años más. Los últimos meses vinieron con una tos seca, el cuerpo achicándose dentro de la ropa. Lucho escondía los pañuelos manchados como si uno pudiera ocultarle al desierto sus cosas. No quiso ir a la ciudad. “Los viejos nos apagamos de a poco, Benja; es la forma”, bromeaba, pero los ojos se le achicaban de dolor. Una tarde se desvaneció entre surcos recién regados. Benjamín, con nueve años, le sostuvo la cabeza y lo llamó “abuelo” hasta que la palabra dejó de ajustarle al mundo.
El funeral fue sencillo. Tan sencillo como Lucho hubiera preferido: dos canciones viejas, la sombra agradecida de los algarrobos, un puñado de vecinos que aprendieron a querer al chico y a respetar al hombre. Carmen, discreta hasta en la tristeza, se acercó a Benjamín después de la tierra última. “No podés quedarte solo”, dijo con la voz menos oficial de ese día. “Vamos a buscarte un buen lugar, hasta que encontremos familia”. Benjamín apretó la foto de Lucho —un retrato que Carmen le había hecho con su celular— y la mantita celeste. “Yo no sé vivir en otros lados”, murmuró.
La ciudad lo recibió con su ruido enjabonado. El hogar de tránsito se llamaba Esperanza Nueva y tenía paredes limpias, un patio con tobogán despintado y un olor a desinfectante que todo lo igualaba. Benjamín obedecía. Respondía con sí y no. Dormía con la manta, hablaba con la foto cuando nadie lo veía y, como quien guarda un secreto, buscó el rincón donde habían plantado un huertito y se metió ahí a cuchichear con las plantas. La directora, Sofía, vio algo que no estaba en los informes: cuando el niño tenía tierra en las uñas, la mirada se le abría un poco.
La calma duró poco. Una madrugada, hombres desconocidos irrumpieron en el hogar. Vidrios quebrados, gritos en pasillos, órdenes secas. Benjamín alcanzó a agarrar la mantita y ni eso: una mano lo sujetó del brazo y lo haló como si fuera un bulto de ropa. “Apúrate, cojo”, escupió un hombre flaco con ojos de rapiña. Lo metieron en una furgoneta junto con otros niños. La ciudad se fue para atrás como un telón que cae.
Lo siguiente fueron galpones y un olor agrio de orín viejo y desesperanza. La mujer a cargo tenía el cabello teñido de rojo y una sonrisa como cuchillo. “La Colorada”, le decían. El flaco de ojos de rapiña se llamaba Renato. “Este me sirve”, dijo señalando la pierna torcida de Benjamín. “Ternura con historia vende más”. Empezó el adiestramiento: cómo mirar sin invadir, cómo temblar lo justo, qué frases decir para cada tipo de cara. El hambre hacía dóciles los dedos. Los golpes borraban dudas. Benjamín aprendió a sobrevivir sin preguntarse cuánto de él quedaba despierto al final de cada día.
A los quince, sabía medir a la gente desde las veredas: qué billetera palpita, qué mirada se ablanda, qué mano llama a la policía. Su cojera, más marcada por la falta de cuidados, era parte del guion. Supervisaba pibes más chicos, les enseñaba a no hablar con uniformes, a esconder la plata, a cuidarse el cuerpo como se cuida un secreto. Se odiaba por eso y, sin embargo, lo hacía. La alternativa —lo sabía— era desaparecer. En esa economía de la crueldad, seguía valiendo.
La tarde en que todo cambió, el sol de marzo batía el pavimento como alfajor mal pegado. En una plaza comercial, Benjamín vio a un hombre de traje mirando a Matías, un niño de siete con las pestañas cargadas de mugre. No era mirada de lástima. Era cálculo. Se le erizó una alarma que reconocía: la línea que un día nadie cruza y al otro se cruza como si nada. Se plantó delante del hombre, le habló con una cortesía rígida. La navaja llegó como una respuesta. “Apartate”, siseó el tipo. “Soy cliente de Renato”. Benjamín sintió el filo entrando apenas en su costado y el desierto de Lucho le abrió un hilo de valentía. “Matías, corré”, gritó, y echó a cojear en dirección contraria. Hubo empujones, insultos, celulares grabando con morbo. La sangre le empapó la camisa; el miedo le aclaró la cabeza. No podía volver con Renato, no después de eso. Se metió por calles que conocía como cicatrices, dobló al fondo de un pasaje y se dejó caer en un descanso de sombra.
“¿Estás herido?”, le preguntó una voz que no sonó peligrosa. Un hombre de lentes, cincuenta y algo, una corbata mal aflojada. “Soy profesor. Gabriel”, dijo, como si esa credencial alcanzara para abrir puertas. Quiso irse, pero el cuerpo le dijo que ya basta. Gabriel lo llevó a su departamento de un ambiente, le limpió la herida con esmero de quien ha visto demasiados raspones en rodillas de patio, le ofreció una ducha y un guiso que olía a hogar sin pretensiones. No preguntó más de lo indispensable. Esperó.
“Podés quedarte esta noche”, propuso, cuando el silencio ya era una mesa compartida. “Mañana decidís”. Benjamín midió el aire como si fuera a negociar con él. “No sé vivir en casas de otros”, dijo apenas. Gabriel sonrió: “Vas a recordar”. Y recordó: cómo alguien se sentaba al borde del catre sin hacer preguntas; cómo el mundo podía arreglarse con un trapo húmedo en la frente.
Lo que iba a ser una noche fue una semana, un mes, siete años. Gabriel no fue un salvador de película; fue un hombre común haciendo espacio. Consiguió terapia con una psicóloga amiga que sabía escuchar sin apuro. Lo inscribió en educación a distancia, y por las noches le enseñó a estudiar. Descubrieron que Benjamín tenía memoria feroz y hambre de cosas que se nombran: historia, geografía, leyes. A los dieciocho terminó la secundaria. El ortopedista, un colega solidario de Gabriel, evaluó su pierna: “Podemos mejorar, no enderezar del todo”. Cirugía, rehabilitación y otra manera de caminar, menos dolorosa, más suya. Por primera vez, Benjamín se vio en un espejo sin sentir que miraba a un extraño.
En esos años aprendió también a respirar sin culpa. La psicóloga le dijo que los recuerdos no son deudas, son materiales. Con ellos armó un relato que no apestaba a vergüenza. Se atrevió a contarle a Gabriel el nombre que había quedado pegado al borde del desierto: Mónica. “Mi madrastra”, dijo, y la palabra salió oxidada. Le contó lo poco que recordaba de su padre, Ricardo: la voz suave, las manos de olor a taller, la presencia ausente. “Se fue por trabajo y no volvió”, decía el recuerdo en su versión infantil. El repliegue afectivo dejó de ser instinto y se volvió decisión: no más jaulas ajenas.
Un día llegó Carmen, envejecida en lo justo, con la carpeta de siempre, ahora más gruesa. Había seguido el rastro de Benjamín por pura obstinación, enterándose por la directora del hogar del secuestro aquella madrugada, empujando puertas con la pertinacia discreta de los que no necesitan aplausos. “Estoy contenta de verte vivo, y con ojos de presente”, dijo. También traía una invitación: “La fiscalía está por desarmar algo grande. Necesitan testigos. Vos podrías… si querés, si te hace bien, si te cuida la ley”.
No fue fácil. Declarar era sacar piedras de la boca y ponerlas ordenadas sobre una mesa fría. Benjamín habló de Renato, de La Colorada, de rutas, de códigos, de señas. Dio ubicaciones, reconoció rostros en fotos, corrigió nombres. Lo cuidaron: declaró detrás de un biombo, con un abogado al lado, con café tibio y pausas. Hubo redadas. Cayeron Renato y La Colorada y la cadena de hombres “respetables” que les compraban chicos como quien compra ganado. No todos, porque el mundo nunca cierra perfecto, pero los suficientes como para que dejara de sentirse solo contra un monstruo. Matías apareció en una audiencia, más alto y con la sonrisa entera. Se abrazaron torpemente, como si ambos comprobaran que el otro existía fuera de la memoria.
La justicia —esa palabra que en el desierto había sido sueño— empezó a parecer posible. Y con ella, otra urgencia creció como brote: volver. No por nostalgia ingenua, sino por una transparencia que necesitaba ganarle al polvo. Benjamín tenía veintidós años cuando regresó a Catamarca. Habían pasado diecinueve desde aquel mediodía en que la radio le ahogó la última duda a Mónica. En el ómnibus, con la mantita celeste doblada en el bolso y la foto de Lucho en la billetera, el corazón le marcó el ritmo de una marcha conocida.
La parcela estaba allí, reconocible como una cara que se quiere. La casa de adobe resistía, con las mismas grietas y un olor de ropa vieja que se había quedado esperando. Los algarrobos daban una sombra agradecida. Benjamín se sentó en el umbral como se sientan los que vuelven a entender su propio idioma. “Volví, abuelo”, dijo, sin apuro, y el silencio se acomodó a su lado.
Compró la parcela con un préstamo blando gestionado entre Carmen y Gabriel, y con los ahorros de años de trabajos honestos: en un almacén, en una biblioteca, en una ONG de barrio. La bautizó de nuevo sin cambiarle el nombre: “El Huerto de Lucho”. Empezó a plantar con chicos del pueblo y con otros que traían de la ciudad, sobrevivientes de historias parecidas a la suya. “Aquí se aprende a regar, a esperar y a no callarse”, les decía. Hizo hacer rampas porque la dignidad también se pavimenta. Abrió las puertas a kinesiólogos que se turnaban para atender gratis. Los lunes, una abogada explicaba a los padres qué papeles sirven de abrigo cuando el mundo se vuelve hostil.
Pero para cerrar la herida que siempre latía en el borde, faltaba ella. Mónica. Localizarla fue más sencillo de lo que hubiera imaginado. Vivía en una ciudad cercana, en un edificio que simulaba mejor pasar el tiempo que ella. Tenía un salón de belleza pequeño, “Mony Estilo”, letras doradas algo torcidas en el vidrio. Benjamín no la reconoció con los ojos; la reconoció con el cuerpo: una crispación de músculos que no era de miedo, sino de memoria. La vio peinar a una clienta con gesto exacto, la escuchó reír con esa risa ligeramente hueca que siempre llega un segundo más tarde que la broma. Salió, respiró, volvió a entrar.
—¿Buscás turno? —preguntó ella, profesional, sin levantar mucho la mirada.
—Busco a Mónica —dijo él, y la voz no le tembló.
Ella lo observó como quien mira un rostro que podría ser conocido si se lo iluminara de otra manera. El silencio llenó el salón de laca.
—No te conozco —dijo, al fin, con una neutralidad ensayada.
Benjamín apoyó sobre el mostrador la mantita celeste, dobleces prolijos, el borde deshilachado como una verdad que se resiste. No dijo “mamá”. Dijo:
—Me dejaste en el desierto.
Hubo un parpadeo que tardó más de lo normal. La puerta hizo sonar su campanilla para nadie. La clienta se volvió aire. Mónica tragó saliva como quien intenta bajar un hueso. Su boca formó un “no” y lo desarmó a medias.
—No sé de qué hablás… —alcanzó a decir, pero la voz se le quebró un milímetro.
Benjamín no vino a hacer juicios, aunque los hubiera merecidos. Vino a nombrar. A poner cada palabra en su sitio. A contar una historia de la que ella se había escapado durante diecinueve años.
—Tenía tres años. Una pierna torcida. Un sol que no perdona. Y vos apretabas un volante.
Mónica se descompuso en un taburete. La mirada se le fue a un punto del piso donde el mosaico gritaba su falta. “Yo…”, intentó, y el resto fue un hilo de excusas: que era joven, que estaba sola, que Ricardo —el padre de Benjamín— había desaparecido, que no supo qué hacer, que el miedo la partió en dos. El relato le salía en tercera persona, como si alguien más hubiese accionado el embrague. Benjamín escuchó cada palabra. No aceptó ninguna justificación. Y sin embargo, no vino a levantar la mano. Dejó que terminara de hablar, que el aire se ventile.
—No te perdono —dijo, con la calma más firme que encontró—. Pero no te odio. Ya no.
Sacó del bolsillo un papel con un nombre y un teléfono: la fiscalía que llevaba el caso contra la red de explotación. Le explicó que la estaban citando como testigo y probable partícipe necesaria del abandono, que la historia no se tapaba con tintura. Ella intentó agarrar el papel, lo soltó, lo volvió a agarrar; temblaba de esa manera que no enseña el frío. Benjamín dio media vuelta para irse.
—Ricardo te buscó —soltó Mónica, de golpe, casi suplicando el alivio de una verdad compartida—. No se fue. Te buscó. Llamó a amigos, fue a la policía. Lo atropelló un auto volviendo de una comisaría. Yo… yo no supe cómo seguir.
La frase cayó como piedra a un pozo profundo. No tenía por qué creerle. Pero a veces el cuerpo reconoce lo verdadero antes que la cabeza. Benjamín sintió el nombre de su padre moverle un músculo antiguo. Asintió sin prometer nada. Salió. El aire afuera valía.
Confirmar datos llevó semanas. Carmen movió hilos de antaño. Un policía jubilado reconoció el caso de un hombre que buscaba a su hijo y murió en un accidente en aquella época, expediente perdido en una mudanza de archivos. La historia encajó por tristeza. No había revancha que devolviera nada, pero había un alivio raro, nuevo: no todos lo habían abandonado. Alguien lo había buscado hasta el final.
El proceso contra Renato y La Colorada avanzó con el peso de decenas de voces que ya no estaban rotas. Hubo condenas. Hubo caras que dejaron de circular por las plazas. Hubo pibes que aprendieron a esperar de pie. Mónica declaró, temblando y maquillada, y su nombre quedó estampado en papeles públicos que sabían a vergüenza. Recibió su pena —no la que Benjamín hubiera elegido, sino la que la ley encontró— por abandono y complicidad. La vida no se arregla con sentencias, pero cambió de cauce.
Benjamín ocupó el suyo en lo que sabía hacer: plantar, acompañar, nombrar. “El Huerto de Lucho” ya no era solo un pedazo de tierra: era una escuela sensible. Llegaban chicas y chicos con historias diversas; algunos cojeaban del cuerpo, otros del alma. Un día, Matías —ya puro hueso estirado y risa de dientes grandes— tomó la posta de la huerta de tomates. “Nunca pensé que un riego a tiempo pudiera salvar algo”, dijo, y todos se rieron con ese humor nuevo que nace cuando deja de doler siempre.
De vez en cuando, Benjamín volvía al punto exacto del desierto donde lo habían dejado, no para castigar la memoria sino para mirarla a los ojos. El lugar no había cambiado: la misma planicie recia, el mismo cielo que parece que va a bajar y no baja. Se paraba firme con su pierna corregida lo que se podía corregir y dejaba que el viento le trajera ruido de infancia. A veces hablaba en voz alta: “Mirá, abuelo, cuántos somos ahora”. Otras veces no. Dejó un día, en un montículo discreto, la mantita celeste. No como ofrenda ni como desprecio, sino como lo que era: un objeto que hizo su parte y podía descansar. Le pasó la mano y sintió que no perdía nada: todo lo que contaba ya estaba en él.
Una mañana de invierno, los chicos del huerto llegaron con abrigo y pavas. Habían logrado, con ayuda de una ONG, instalar un pequeño invernadero. Un periodista del diario de la capital fue a cubrir la inauguración. Les pidió a todos que posaran para una foto. Benjamín se colocó atrás, casi escondido, como quien sabe que lo importante es la red y no el hilo que la sostiene. El periodista, curioso, le preguntó de dónde había salido el nombre del lugar. “De un hombre que me vio”, respondió. Luego agregó algo que había tardado años en poder decir sin que se le hiciera un nudo: “Y de una historia que ya no me define”.
Porque a eso había venido, diecinueve años después: a recuperar su nombre de manos del desierto y de las de Mónica, a devolverle al niño de tres años una biografía que no terminara en la ruta, a nombrar a su padre sin que la ausencia fuera un agujero, a querer a Lucho con la fuerza exacta de quien riega árbol adulto. A construir, en la casa de adobe y en los pasillos de tribunales, un orden donde los niños no fueran mercancía ni carga ni problema, sino promesa. A enseñar que la discapacidad no es una culpa ni un argumento; que el cuerpo que uno trae también puede ser casa.
El atardecer caía con una delicadeza que no siempre se permite el desierto. Los algarrobos, viejos y nuevos, filtraban la luz en obleas finas. Benjamín se sentó donde siempre, en el umbral. Cerró los ojos y escuchó risas en el huerto, el agua caer de una regadera, el chistido de un mate que se hincha. Abrió los ojos y vio la sombra de Lucho pasar lenta por el patio, como pasan las cosas que se quedan. Respiró hondo y pensó —no lo dijo, porque algunas palabras conviene pensarlas para que duren— que hay regresos que no terminan en la puerta de la casa, sino que empiezan ahí.
Al día siguiente, tocaron la campana de entrada tres veces. Era una mujer que traía de la mano a un nene de cinco con un aparato ortopédico parecido al que él había usado. “Me dijeron que aquí…”, empezó con timidez. Benjamín no la dejó completar. Sonrió y señaló las rampas.
—Aquí —dijo— se aprende a crecer a tu modo.
La mujer bajó la vista a las baldosas nuevas. El niño miró alrededor con ojos de animalito curioso. Benjamín los acompañó hasta el algarrobo grande. La tarde prometía frío, pero en ese pedazo de mundo había calor suficiente. Y si algún día faltaba, ya sabían qué hacer: juntar manos, arrimar cuerpos, hervir la esperanza. Porque no había cruzado el desierto para escribir su venganza, sino para dejar instalado, como un tanque de agua bien alto, el derecho a una vida decente.
En el muro de la casa de adobe, una placa sencilla decía: “El Huerto de Lucho — aquí nadie vuelve a estar solo”. La frase, al sol, parecía nueva cada vez. Benjamín la leía con la seriedad de un compromiso. Después miraba el horizonte, y el horizonte —por primera vez en muchos años— le devolvía una promesa que no dependía del clima. La vida ya no era esa recta ardiente que lo había dejado varado. Era un patio con sombra donde cabían otros, y cabía el niño que había sido, y cabía el hombre que era ahora. Y estaba bien. Y estaba, sobre todo, en paz.
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