«¿Puedo limpiar su casa a cambio de un plato de comida?» — pero cuando el millonario la vio, se quedó petrificado.

«¿Puedo limpiar su casa a cambio de un plato de comida?» — pero cuando el millonario la vio, se quedó petrificado.
La lluvia golpeaba con fuerza el techo de cristal de la lujosa mansión de un multimillonario, en las afueras de Seattle. En el interior, Adrien Morel se encontraba junto a la chimenea, con una taza de café negro en las manos, la mirada perdida en la danza de las llamas. Se había acostumbrado al silencio; incluso en aquel suntuoso palacio, nunca había conocido el calor de una verdadera presencia humana. El éxito le había dado fortuna, pero jamás paz interior.
Un golpe seco resonó en el vasto vestíbulo. Adrien frunció el ceño. No esperaba a nadie: su personal estaba de descanso y las visitas eran raras. Dejó la taza y se dirigió hacia la puerta. Al abrirla, descubrió a una mujer, empapada hasta los huesos, que sostenía en sus brazos a una niña de apenas dos años. Su ropa estaba gastada, sus ojos hundidos por el cansancio. La niña, silenciosa, se aferraba al jersey de su madre mientras observaba el lugar con curiosidad.
— Perdón por molestarle, dijo la mujer con voz temblorosa. No he comido en dos días… Puedo limpiar su casa, solo por un plato de comida para mí y mi hija.
Adrien se quedó inmóvil.
Su corazón se detuvo, no por lástima, sino por estupor. Permaneció mudo unos segundos…
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— ¿Clara? murmuró… 👉 Lee la continuación en el primer comentario 👇👇👇👇
La joven levantó la cabeza, con la boca entreabierta de sorpresa.
— ¿Adrien?
El tiempo pareció derrumbarse sobre sí mismo.
Siete años antes, había desaparecido sin explicación, sin despedida. Se había desvanecido de su vida.
Adrien estaba conmocionado: Clara, su gran amor, estaba delante de él, irreconocible. Y en sus brazos, una niña de rizos rubios y ojos claros… unos ojos que se parecían a los suyos. Cuando le preguntó si la niña era suya, Clara desvió la mirada sin responder. Sin embargo, Adrien ya lo sabía.
Los hizo entrar, les ofreció calor y comida. La pequeña, llamada Léna, se aferró a él con una confianza instintiva. Adrien sintió que el corazón se le partía: se había perdido años de la vida de su hija.
Sentada frente a él, Clara acabó confesando la verdad. Había descubierto su embarazo justo cuando la empresa de Adrien salía a bolsa. Él trabajaba día y noche; ella no quería ser una carga. Luego llegó el golpe fatal: un diagnóstico de cáncer. Convencida de que no tenía ninguna posibilidad, había decidido desaparecer para evitarle sufrimiento. Dio a luz sola, luchó sola, sobrevivió sola.
Adrien, dividido entre la rabia y la tristeza, no pudo evitar reprocharle aquella decisión: no le había dejado la oportunidad de luchar a su lado. Pero al ver a Léna sonreír mientras mordía una fresa, comprendió que lo que importaba ahora era el futuro.
En los días siguientes, Clara permaneció en la mansión. Poco a poco, se instauró una rutina: Adrien cocinaba para su hija, aprendía a trenzar su cabello, la llevaba al jardín. Clara, aún desconfiada, empezó poco a poco a recuperar el gusto por la vida y retomó sus pinceles, su pasión olvidada.
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Pero no todo fue sencillo. Un día, la madre de Adrien, una mujer fría y ambiciosa, fue a confrontar a Clara, acusándola de querer aprovecharse de la fortuna familiar. Clara, herida pero digna, pensó en marcharse. Adrien se lo impidió: «Tú y Léna sois mi familia. Nadie os apartará de mí.»
El tiempo hizo su obra. Los rencores se apaciguaron, las heridas comenzaron a cicatrizar. Adrien comprendió que la riqueza nunca había tenido valor sin ellas. Clara, por su parte, descubrió que, a pesar de los años y del dolor, su amor por él nunca había desaparecido.
Una mañana de primavera, bajo un magnolio en flor, Adrien se arrodilló y le tendió un anillo. Con lágrimas en los ojos, Clara aceptó.
Léna, aplaudiendo con sus pequeñas manos, reía a carcajadas. Y aquella risa, más que nada, fue la promesa de un nuevo comienzo.
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