La ola de calor de julio envolvía la ciudad como una pesada manta. El asfalto ardiente irradiaba calor, y el aire parecía haberse convertido en una espesa y estancada gelatina. Veronica Benson estaba sentada en un banco a la sombra de un frondoso árbol, observando el paso de los coches.
El tercer día sin un techo sobre su cabeza empezaba a pasarle factura. A su lado estaba su bolso con las pocas pertenencias que le quedaban, todo lo que quedaba de su antigua vida. Veronica, distraídamente, apartó un mechón suelto de su oscuro cabello y miró su reloj.
Las dos de la tarde. La cita estaba fijada para las tres, así que todavía tenía tiempo para ordenar sus pensamientos. Sacó un pequeño espejo compacto de su bolso y examinó críticamente su reflejo.
A pesar de todas las pruebas, su rostro conservaba aquella belleza refinada que siempre atraía miradas: grandes ojos marrones enmarcados por espesas pestañas, nariz recta y labios bien definidos. Solo las sombras bajo sus ojos y una ligera palidez delataban su estado de agotamiento.
Treinta años—una edad en la que la vida debería estar comenzando. Pero para ella, parecía que todo había terminado. Apenas un año atrás, Veronica era una respetada enfermera en una prestigiosa clínica privada, con apartamento propio y un ingreso estable.
Ahora estaba sin hogar y con una reputación manchada. Una absurda acusación de error médico, fabricada por la administración de la clínica para encubrir sus propios fallos, le costó su carrera. Después vino una cadena de desgracias: la enfermedad de su padre, la venta del apartamento en un intento desesperado por salvarlo, el tratamiento fallido y, finalmente, su funeral.
El dinero de la venta se esfumó como el agua, dejándola sin nada. Veronica cerró el espejo de golpe y lo volvió a guardar en su bolso. No era momento de compadecerse de sí misma.
Tenía que pensar en el futuro, por incierto que pareciera. Se levantó del banco y se dirigió a la parada del autobús. La dirección, garabateada en un trozo de papel, la llevaba a uno de los barrios más exclusivos de la ciudad.
Allí vivía Ethan Sinclair, su última esperanza de salvación.
—Disculpe, ¿podría decirme cómo llegar a la calle Maple? —preguntó a una anciana en la parada.
—Necesita tomar el autobús número 17 —respondió amablemente la mujer—. Lo llevará hasta la última parada y, desde allí, son cinco minutos a pie.
Veronica le dio las gracias y esperó. El transporte público se sentía como un lujo; debía ahorrar el poco dinero que tenía para los pasajes, pero hoy era un día especial.
No podía llegar tarde a una reunión que podría cambiarlo todo. Ethan Sinclair—un industrial exitoso, propietario de una gran empresa constructora y viejo amigo de su padre. Habían ido juntos a la escuela y, aunque la vida los llevó por caminos diferentes, se encontraban ocasionalmente.
Su padre nunca le pidió ayuda; el orgullo no se lo permitía. Pero antes de morir, le había escrito una carta a su viejo amigo de la escuela, explicándole la situación de su hija y pidiéndole que no la dejara en la necesidad. Esa carta era la que Veronica pensaba entregar hoy…
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