Un empresario gravemente enfermo la contrató para entretenerlo, sin sospechar que ella se convertiría en su salvación.
En uno de los rascacielos más altos de una metrópolis moderna, donde el vidrio refleja las nubes y la vida parece demasiado distante y sin alma, vivía un hombre llamado Maxim. Era millonario —no solo rico, sino increíblemente exitoso—, uno de esos que llaman “hechos a sí mismos”: empezó desde cero y en diez años creó un imperio en el sector tecnológico.
Pero detrás de la fachada del éxito, había una profunda soledad.
Su casa estaba en el último piso de la torre, con vista a la ciudad que nunca duerme. Cada noche, miraba las luces, escuchaba el silencio que atravesaba el alma y sentía un vacío que no podía llenarse con dinero, fiestas ni siquiera los viajes más exóticos.
Estaba solo. Y lo peor era que hacía tiempo que había dejado de buscar compañía.
Hasta que un día se topó con información sobre una mujer llamada Katya.
Katya era un misterio. Sus fotos eran impactantes: cabello largo y oscuro, ojos en los que podías perderte y una sonrisa capaz de despertar incluso las emociones más frías. Pero no era solo su belleza lo que llamaba la atención. Decían que moriría en un año si el tratamiento no funcionaba. Decían que había trabajado en un negocio turbio, pero que lo había dejado. Decían que no le temía a la mue\:rte porque ya lo había perdido todo.
Y fue justamente eso —su valentía, su carisma y su conciencia de que el tiempo era limitado— lo que inspiró a Maxim a pensar:
“¿Y si la contrato? Solo por un tiempo. Como entretenimiento. Para sentir, aunque sea un poco, lo que es estar vivo.”
Katya llegó a su oficina con un vestido negro austero y un libro bajo el brazo.
No pidió dinero, no se humilló, no hizo el papel de mascota obediente. No.
Se sentó frente a él, puso la mano sobre la mesa y dijo:
— Sé por qué me llamaste. Pero si crees que voy a ser tu juguete, olvídalo. Puedo ser una amiga, una compañera, incluso una inspiración. Pero no una cosa.
Maxim se quedó impactado. Esperaba algo completamente diferente. Esperaba halagos, sumisión, que usara su dinero como escudo. Pero Katya… lo miraba como a un igual. Como si supiera que él también estaba solo.
Él aceptó. Sin contrato. Solo de palabra. Y con un acuerdo: ella se quedaría hasta que él encontrara lo que buscaba.
Los días se convirtieron en semanas. Katya se volvió parte de su mundo. Lo llevaba a galerías privadas, aprendía a cocinar con él, lo hacía reír con historias del pasado. A veces, simplemente se sentaban en el techo de la torre, miraban el atardecer y hablaban de todo —desde la infancia hasta el sentido de la existencia.
— ¿Sabes? —dijo ella una vez— la gente pasa años tratando de ganar millones, pero aún así no entiende cómo vivir un solo día que valga por toda una vida.
Esas palabras se le quedaron grabadas. Se convirtieron en su nuevo lema.
Katya le enseñó a disfrutar de las pequeñas cosas: el sabor del café por la mañana, el crujir de las hojas en otoño, la primera nevada, el sonido de una campanilla en una pequeña librería. Le mostró que el mundo no era solo números, negocios y poder.
Cuanto más tiempo pasaban juntos, menos quería Maxim que ella se fuera.
Pero cuanto más se acercaban, más sentía que Katya ocultaba algo importante.
Una noche, mientras estaban en el techo, sentados en el suelo, abrazados y mirando las estrellas, Katya se quedó de repente inmóvil.
— ¿Qué pasa? —preguntó Maxim.
— No estamos solos —respondió ella en voz baja—. Me encontraron…
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