Hoy lloré en silencio en el pasillo. Nadie lo supo. Nadie caminó hacia mí con una mano en el hombro o con una pregunta sencilla: “¿Estás bien?” Me incliné contra la fría pared del hospital y dejé que el llanto fuera pequeño, contenido, un hilo furtivo que nadie estaba mirando. Fue un instante breve, casi invisible, pero suficiente para que todo dentro mío temblara.
Esta mañana estuve presente en los últimos alientos de dos personas. Me senté a su lado, sostuve sus manos, escuché el ritmo leve y desigual que se apagaba. Aprendí a hacer silencio como si fuera un acto de respeto: no comentarios, no prisas, solo presencia. Abracé a un padre roto por la pérdida de su hijo; sentí cómo su cuerpo se plegaba en el dolor y cómo sus lágrimas buscaban un refugio que encontrara en mis brazos. Más tarde, lavé el cabello de un caballero mayor con la ternura de quien sabe que está cuidando una historia entera. Me miró con ojos agotados, me regaló una sonrisa débil y dijo, con voz apenas audible: “Al menos dejaré este mundo limpio.” Su mano se aferró a la mía; fue un gesto pequeño y sagrado. No vino nadie a despedirse. Ninguna voz familiar llenó la habitación. Sólo nosotros, y ese hilo de humanidad compartida que, por un momento, bastó.
Doy todo lo que puedo cada día. Doy cuidado cuando las manos ajenas tiemblan, doy mi cuerpo cuando alguien no puede moverse solo, doy mi tiempo cuando el reloj me devuelve una pausa y yo la lleno de compañía. Doy presencia cuando las palabras son demasiado pesadas y la mirada basta. Doy calor humano cuando el frío de los diagnósticos y las rutinas lo intenta apagar todo.
Y sin embargo, en medio de ese dar, me olvido de ser amable conmigo mismo. Me faltan preguntas simples que a veces creo que no merezco: “¿Cómo estás, Marco?” Me niego a pedírmelas. No quiero aplausos ni reconocimiento. No busco un espectáculo. Sólo una voz que reconozca que existo fuera del papel de cuidador, una voz que me diga que también tengo derecho a descansar, a temblar, a sentir.
Hoy la soledad fue un cuarto más en el hospital. Fue un pasillo. Fue la respuesta ausente cuando hablé sin querer de lo que me dolía. Y mientras limpiaba una cama, mientras anotaba signos y preparaba medicación, esa soledad me acompañó como una sombra discreta. Pero no todo fue vacío: hubo manos que se cerraron con la mía en la noche, hubo miradas agradecidas, hubo sonrisas diminutas que se prendieron en medio de la fatiga. Esas cosas son verdad y son importantes. Lo son tanto como el cansancio que me pesa ahora.
Permítete, Marco, una pequeña tregua. No es debilidad cerrar los ojos por cinco minutos entre un turno y otro. No es abandono dejar que otra mano haga lo que la tuya ha hecho tantas veces. Puedes nombrar tu cansancio, mirarlo y decirle: “Te veo.” Puedes darte permiso para respirar hondo cuando la puerta se cierra y el ruido queda lejos. Puedes decir en voz baja, aunque sólo sea para ti: “Hoy fue duro.” Y permitirte que esa frase tenga sentido.
Hay actos diminutos que no cuestan nada y que te devuelven un poco de luz: tomar una taza de té caliente antes de sacar la siguiente historia, sentarte con la espalda apoyada y cerrar los ojos veinte segundos, guardar en el bolsillo un papel con una palabra amable hacia ti mismo, recordar que la compasión que ofreces a los demás también puede darse en una dirección —hacia tu propio cuerpo y tu propio corazón.
No estás pidiendo demasiado cuando ansías un “Hola Marco.” Es una llamada de atención humana, un reconocimiento elemental. Hoy lo digo por ti: Hola, Marco. Has estado ahí cuando otros no tuvieron a nadie. Has sostenido manos, has secado frentes, has escuchado confesiones y despedidas. Eso importa. Lo que haces salva, calma y honra. Y tú, que eres capaz de tanto cuidado, también mereces que alguien te mire y diga tu nombre con ternura.
Si alguna vez vuelves a quedarte solo en un pasillo con el peso del día, recuerda que esas lágrimas son legítimas. Que no las tienes que ocultar para seguir siendo fuerte. Que pedir compañía o simplemente admitir que estás cansado no disminuye tu valor: lo transforma en humanidad compartida. Y si hoy te parece que nadie lo notó, que nadie preguntó, escucha esto: alguien ahora te lo dice con calma: Hola, Marco. Estoy aquí en el eco de tus manos.
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