La noche en que Saúl “Canelo” Álvarez recuperó su trono como campeón indiscutido supermediano quedará marcada en la historia del boxeo no solo por la potencia de su gancho de izquierda, que mandó a William Scull al suelo en el séptimo asalto. No. Lo que realmente conmovió al mundo ocurrió fuera de cámara, cuando los reflectores ya comenzaban a apagarse y los titulares hablaban únicamente de victoria.
El combate fue electrizante. Desde el primer round, Canelo mostró una determinación inquebrantable, casi personal. Cada jab y cada gancho eran ejecutados con una mezcla de furia contenida y precisión quirúrgica. Scull, el cubano que había prometido “desarmarlo” con su técnica evasiva, resistió cuanto pudo, pero en el séptimo round, un gancho al hígado seguido de un uppercut letal al mentón terminó con su intento. El árbitro inició la cuenta, y aunque Scull intentó levantarse, su cuerpo no respondió. Knockout técnico. Victoria indiscutible.

Los jueces confirmaron con tarjetas aplastantes: 115-113, 116-112, 119-109. México celebraba. Las redes estallaban. La ANB Arena rugía. Pero justo cuando el campeón bajó del ring, sudoroso, exhausto y bañado en la gloria, algo inesperado sucedió.
En lugar de dirigirse a los medios, Canelo caminó en silencio hacia una zona restringida del vestidor. Ahí lo esperaba Eddy Reynoso, su antiguo entrenador, el hombre que lo había formado desde niño y con quien había compartido más que combates: una historia de lealtad, ruptura y distancias no resueltas.
Sin pronunciar palabra, Canelo lo abrazó con fuerza. Cerró los ojos, apoyó la frente en su hombro y susurró algo que solo ellos dos escucharon. Los asistentes del equipo contuvieron el aliento. No hubo cámaras. No hubo guion. Solo dos hombres que, después de años de caminos separados, volvían a encontrarse en lo esencial: el respeto, la gratitud, el perdón.
“Gracias por todo. Lo siento. Esto también es tuyo.”, dijo Canelo, según relataron testigos cercanos. Reynoso, visiblemente emocionado, respondió simplemente: “Te lo dije: ibas a llegar lejos. Pero no imaginé que tanto.”

Poco después, Canelo hizo algo que terminó de romper las barreras emocionales de la noche. Se acercó a William Scull, que aún intentaba recuperarse en su esquina. Le ofreció la mano. Lo levantó. Lo abrazó. Le susurró algo al oído y ambos sonrieron con complicidad. Scull, que había sido su oponente más desafiante en meses, recibió el gesto con nobleza. Las cámaras, finalmente reactivadas, captaron ese abrazo: dos guerreros reconociendo la valentía del otro.
Las redes sociales no tardaron en reaccionar. En minutos, miles de mensajes inundaron Twitter, Instagram y TikTok: “El KO fue brutal, pero el gesto en el vestidor fue lo más grande de la noche.” – “Canelo ya no pelea por títulos, pelea por dejar huella.”
En la conferencia de prensa, Canelo fue directo: “La victoria es importante, pero hay cosas que pesan más que los cinturones. Hoy cerré heridas que no se ven. Hoy me reconcilié con mi historia.”
Aquel golpe que derribó a Scull fue técnico, devastador, perfecto. Pero el verdadero golpe emocional fue lo que vino después: un abrazo, un perdón, una mano extendida a quien fue rival, y a quien fue guía.
Riad fue el escenario de un triunfo deportivo… pero también de una lección humana. Canelo no solo unificó cinturones: unificó su presente con su pasado. Y en el camino, recordó al mundo que la grandeza no se mide solo por los títulos, sino por la capacidad de ser humilde en la cima.
Ahora, con Terence Crawford como próximo objetivo, la historia continúa. Pero después de lo vivido en Arabia Saudita, una cosa queda clara: el mejor golpe de Canelo no fue el que se vio en el ring, sino el que se sintió en el corazón.
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